Maynor Freyre - Textos Libros
36 Estampas sin bendecir - [ Cuentos 2005 ] - (Lucha del hombre)

LIBRO MAYNOR FREYRE

36 Estampas sin bendecir - [ Cuentos 2005 ]

A.- De niños y jóvenes

B.- De mujeres y amores

C.- De la lucha del hombre


D.- Pura vida
  1. La noche es joven
  2. Mario Luna recupero su ciudad
  3. No me digas maricon
  4. Suenos de la razon
E.- A rienda suelta

La noche es joven (Lima, 10.06.05)     Volver al Menú

Tambaleante por el cansancio y la modorra (causada por los tres últimos tanganazos que se había lanzado a pecho secando su última chata de pisco), cruzó trastabillando el gastado empedrado del patio del conventillo, mucho antes casona de antepasados de prosapia. En la brumosa noche supo, más por hábito que por intuición, arribar casi a ciegas hasta la desvencijada puerta que su padre -quien como borracho plantado bien sabía cuándo el hijo se iba a pegar su buen madrugón- le dejaba cerrada de especial manera: firmemente cerrada, pero sin trancar. Intentó abrirla tal como sabía; levantándola de la manija del lado derecho y empujando con fuerza del izquierdo. Antes de que cumpliera con el rito completo, una sensación de nauseas lo interrumpió, los efluvios de un hedor que empezaba a tornarse insoportable empezaron a ingresar por entre sus narices. Intentó encender el bombillo de luz pero se acordó que debían más de tres meses de consumo y antes de haber podido recurrir a sus fósforos ya había sentido bajo su pie izquierdo un cuerpecillo gordo de cerdas erizadas que pareció reventar ante su peso. Por el vano de la vieja puerta empezaba a filtrarse el primer claror de la madrugada y gracias a ello logró percatarse de que se trataba de la rata. Aquella de nocturno roer y roer obligándolo a taponarse los oídos. Ante esta constatación se dio cuenta que al principio le había recorrido un pequeño friecillo por el cuerpo hasta golpearle el cerebro: creía que el viejo había estirado la pata al fin y de inmediato se preguntó: "Ahora cómo chucha lo entierro? No le quedaba sino chauchilla de su sueldo, cobrado después de muchos años de cachuelero, al gordo Peponazo. Hace cuatro días lo había recibido feliz, contento de poder salir en parte de sus innumerables deudas y contento de poderle ya dar de comer al viejo algo decente que le llenase el vientre para que no lo ande jodiendo con eso de que yo que me desvivido por ti, hasta te he dado una carrera que has desperdiciado por la bohemia, llegas todos los días zampado oliendo a trago barato. Por lo menos yo... Y proseguía con su perorata de que había sido un bohemio fino, hasta en el bar inglés del Gran Hotel Bolívar había chupado, y con su plata, buenos pisco sauer se había tirado en el Hotel Maury, cuando recién apareciera esa delicia de trago, te servían en unas copas que parecían lavatorios y con un par ya estabas picadito, porque por lo dulcete no podías empinar más de dos, si no te cagabas con la diabetes; porque eso sí, él ya estaba plantado, y aparte del hígado que le jodía con esas punzaditas de vez en cuando, bien podría tragar piedras y ni mierda le iba a pasar. Se tornaba cada vez en más procaz, a medida que avanzaba su eterno discurso, hasta caer en la total coprolalia. No, no se había librado del viejo, era la maldita rata la que había estirado la pata en una pose hilarante, casi sonriente con la boca abierta. Agarró un periódico pasado del cajón donde los guardaba y con la otra mano se colocó su pegajoso y moquiento pañuelo sobre las narices. La tomó de la cola y salió rumbo al cilindro de basura del conventillo, calladito y en puntitas de pies, para tirarla allí sin que los vecinos se dieran cuenta y pitearan por las huevas. "Adónde iba a arrojar al bicho?. La muy cojuda se había comido el pan duro bien rociado con el veneno que le prestara su pata Juanito, quien siempre andaba en guerra con los asquerosos animalejos. Qué buenas noches se habían mandado. Ella, la Martina, lo fue a buscar apenas supo que estaba trabajando y que iba a cobrar. él, como buen cojudo, había estado pregonando que a fines de abril le pagarían su primer sueldo por producir un programa de televisión y otro de radio para aquellos amigos que habían hecho un pingüe negocio moliendo y embolsando yerbas de la sierra y de la selva que antes sólo usaban los curanderos de poca monta, y ayudados por la publicidad y la propaganda a través de los grandes medios hallaron la gallinita de los huevos de oro. A él qué mierda lo que molieran, con tal que le pagaran puntual y más o menos bien. La culpa era de ésa su manía reciente de ir a matar la noche, que siempre era joven, en el Queirolo tomándose una inocente Inka Cola, todo zanahoria, pitito, como si tuviera el brazo en cabestrillo para el trago. Y ahí se iba de lengua con eso del sueldazo a recibir a fines de abril. La Martina debió enterarse por esos medios, porque él años que no alternaba con ella, la que fuera la mujer de sus sueños, a la que corría a comprarle la merca hasta La Victoria, barrio limeño maleadazo, con tal de que no le armara lío y le dejara la casa hecha pedazos. Era la época cuando a la mitad del caserón de La Colmena lo dedicaba a una academia y en la parte donde él vivía recibía a todos los amigos poetas y escritores, pintores e intelectuales para darse caché gastando los ingresos que le daba la preparación preuniversitaria, y estos se turnaban en entretener en la cama a la Martina mientras él, mismo presidente del partido del cojudismo, cómo no, se mandaba hasta la rica Vicky para proveerse de los polvitos mágicos que tanto le agradaban a Martinita y su cohorte de zánganos, y nada menos que a la calle Renovación, antiguo jirón Huatica ó 20 de Septiembre, donde su padre le contaba se iba a tirar unos polvos de la patada con unas hembras importadas, made in France o yugoeslavas, como también españolas y chilenas, por supuesto, allí estaba la incomparable Lulú, chilenita de las buenas, y la única peruana disputable era la pecosita Roxana. Ahora, Renovación era un antro de paqueteros espectrales, mundo de zombis creados por la ultramodernidad, por el recontraliberalismo. Y las mechaderas, se veía obligado a pegarle a ella como a hombre hasta noquearla para que no le hiciera pedazos la casa y para que confesara con quiénes se había acostado en su ausencia. Y lo fue a buscar. Cuando él salía boyante -le habían dado su flamante tarjeta del cajero automático del mejor banco de la ciudad, para que no te tires de sopetón toda la platita, pues cholo-- ella estaba allí, en la plena puerta de la gran oficina de la avenida Javier Pardo de San Isidro, dispuesta a lambisquearle unos buenos tragos con su blanca de yapa: hasta el hotelito donde se iban a hospedar había ya elegido, para que no nos jodan los gorreros, papito, para pasarla como antes, para acompañarte, ahora sí, para toda la vida, hasta llegar a viejitos. Peponazo sabía que era pura mentira, que sólo lo buscaba ahora que cargaba guita. Pero la soledad es la peor consejera, adónde mierda iba a irse, "a chupar con los pocos patas que aún asistían a Queirolo?, pues el resto o había muerto de cirrosis o sus familiares o amigos los habían llevado lejos del vicio, al extranjero o a la provincia natal. Algunos se estaban salvando, pero ya andaban hechos unos cojudos. El mes de para lo hacía meditar. Y la Martina llegó bien arregladita, se había lavado la cabeza con champú y reacondicionador, echado unos afeites en la cara, llevaba puesto desodorante y las uñas de los pies pintadas. Hasta la dentadura parecía brillarle como antaño. A buen hambre no hay pan duro. En efecto, la pasaron requetebién en el hotelito, justo al lado de un cajero automático bancario, ella hasta había llevado un radio toca casete medio antiguacha donde colocaba las grabaciones de sus buenos tiempos, cuando Martina era la hembra más apetecible de Lima, una especie de hawaiana criolla, de buen tamaño y carnes llenas de duritas protuberancias, además de juguetona como ella sola en el ring de las cuatro perillas, como decía el gordo, ufanándose de poner a flor de labios un secreto conocido en carne propia por muchos de sus contertulios. En fin, la semana que se mandó en el hotelito con la Martina le supo a maná del cielo, él que no pasaba una noche completa con mujer desde hacía años de años. Vinos franceses, unas cuantas chatas de buen pisco, cómo no, con sus botellones de ginger ale, su botellita de amargo de angostura y su limón para el consabido chilcano, cigarrillos Lucky Strike que pudo conseguir, aunque con filtro, y comida criolla traída desde el mismo automercado abierto toda la noche para su beneplácito. Mas ahora, después de botar la rata y sin plata en el bolsillo, salvo el sencillito para los pasajes, lo atacó un hambre felino: sólo vio el pan duro talqueadito que por poco le echa diente; el recuerdo de la rata tiesa lo disuadió de tamaña tropelía. No obstante, la maldita alimaña había dejado su hedor en el ambiente. Decidió pasar al cuartucho que compartía con su padre: el viejo era lo que apestaba. Yacía en una pose de saltimbanqui, caricaturesca, sonriente, parecida a la de la rata. Los panes duros mordisqueados lucían lúgubres sobre la vieja mesita de noche. Un enjambre de moscas saltó de su cuerpo yerto / yermo cuando el gordo se le acercara. No había nada por corroborar. Calculó y de inmediato dio media vuelta para dar parte a la comisaría distante unas cuadras. Vendrían de ahí y luego rumbo a la Morgue y después a la fosa común; él no tenía plata para velorio, ni siquiera para ataúd y nicho, y los pocos vínculos afectivos que lo ligaran al viejo se habían finiquitado con la rutina y los rezongos con lo que lo acosaba casi a diario. Se metió la mano al bolsillo de la camisa en busca del un cigarrillo para tratar de serenarse, porque de todas maneras un muerto es un muerto, y peor metido en tu casa, así ésta fuera una pocilga. ¡Oh sorpresa! Un billete de 100 soles aún le alumbraba, con esto le alcanzaba para los trámites. Lo tenía encaletado dentro de la cajetilla. Cerro la puerta del cuartucho y pasó a la primera estancia, donde encendió su cigarrillo. Un ruido inesperado lo sobresaltó, hasta casi tomó la escoba pensando que era un nuevo roedor. Por eso no apagó el fósforo con que encendiera el cigarrillo. Un papel se deslizó por el umbral de la puerta, se agachó a recogerlo, apenas si estaba doblado. Entreabrió la puerta. El día ya sabía hecho. Enrumbó hacia la comisaría y luego, pensó, iría con los bomberos para que se llevaran el cuerpo del viejo a la morgue. Empezaba a darle algo de pena. Espantó cualquier sesgo de sentimentalismo. Mientras enrumbaba en busca de la policía desdobló el papel y leyó: Martina lo estaba demandando por 10 años de alimentos, los mismos que dejó de verla, de alternar con ella. Y él, como presidente vitalicio del partido del cojudismo, había inscrito ambos nombres en el hotelito, donde ella le requetejurara amor hasta andar tomados de la mano ya viejitos. Esto antes de abandonarlo despatarrado en la cama del hotel de donde tuvo que escabullirse silenciosamente dejando sus zapatos. Recién se dio cuenta que estaba andando descalzo.


Mario Luna recuperó su ciudad (Buenos Aires 27/1/04-Lima, 29/1/04)     Volver al Menú

Tener una canción apretada en el pecho

para cuando llegue el día de la esperanza.

Aprisionarla largamente

entre madrugada y madrugada.

De vez en cuando tararearla despacio

como masticando sueños...

(Fragmento de “Tener una canción” de Mario Luna, inédito)

Claro que sí. Ahora lo sé, cuando estoy en el puerto de la Boca, en el verdadero corazón del gran Buenos Aires, a donde Mario se nos viniera allá por los años ochenta del siglo veinte (porque el mundo es y será una porquería, ya lo sé) a meterse un lunamielazo con su Haydee, la sonriente huanchaquera capaz de bailarse una hora seguida de marinera en piso de tierra a patacala. Y lo sé gracias a que estoy posando tras esa gran foto de cartón al lado de la sonriente silueta de una morochita mientras al fondo los músicos le dan a la milonga con bandoneón, guitarra y clarinete en plena calle, sacando mi carota por el hueco de la otra silueta de un compadrito para que parezca que estoy bailando de a de veras... Y ya estoy moviéndome al feroz compás, milongueando mientras los músicos se acercan acompadritados también, con pañuelo colorinche al cuello y ese chambergo ladeado que acentúa aún más lo cachaciento de sus soslayadas sonrisas de viejos milongueros. La chamuchina nos rodea sin aplaudir, acompañándonos con raros murmullos (uuhmrrrgg) que más parecen rugidos de fieras en celo, porque la hembra me late en todo el cuerpo y con un dejo y otra voz que no es la mía ingresamos ocheando por la puerta de Casa Rosada, allí en la esquina de la plena Boca donde huele a agua del río que discurre por el canal, a cigarro de hoja, a buena caña y a un tinto que raspan la garganta, pues así de mediolao como entramos, la chusma nos va abriendo cancha y dándome de beber y hasta a fumar mientras armo mis mejores pasos y yo le digo a ella con una voz que no es mía ni lo será para siempre: “olés a una rosa roja bañada por el rocío matinal antes de ser arranchada por una mano brutal que pronto te sabrá sólo suya, aunque agonizante ya; lo sabés”. Pero Mario aparece sonriente al fondo, totalmente vestido de negro, con esos botines altos y el facón cruzado en la faja que apenas si se puede adivinar por el mango negro que lo encabeza. Y está así, de negro completo, salvo el tenue brillar plateado de la punta del cuchillo asomando por debajo del fajón y por la sonrisa abierta y el abrazo que me da con las manos refulgentes de anillos de pedrería falsa, pues hasta el pañuelo es luctuoso. El luto, es indudable, lo lleva por Haydee, quien parece haberse quedado afuera de este mundo fantasmal, aunque la morocha Lujanera le tenga un aire cuando milonguea, y yo se la entrego dócil, porque así debe, tiene que ser, es nuestra ley: él es el jefe, el mejor. Al recibirla se arrodilla y llora, como solía hacerlo con las cosas que le sabían a poesía, como ésta de que yo, su mejor amigo, me haya venido hasta su nueva ciudad de visita tal vez, contradiciendo a todos los Hora Zero, a Juan Ramírez Ruiz, quien intuyendo su partida le escribió por lo del terremoto de Chimbote “Le quitaron su ciudad a Mario Luna”: pienso en Mario Luna. En la ciudad que le quitaron ¡Y el sur está al norte! ¡El techo está en el hueco!, y luego, irse, irse...; y a Tulio Mora, que le escribió otro lindo poema en su Oración ante un plato de col, y a su compadre Jorge Pimentel, que cada vez que lo recordamos nos echamos unas copas y se nos viene, perdoná pibe Mario, un lagrimón, o Eloy “Guaracha” Jáuregui, el cual se amaldita a lo Mario pero termina no llorando sino sacando bemba y diciendo: “essse chasumá”. Hasta ahí nomás. O con Gilmer Carranza trastabillando por las calles de nuestro puerto de Chimbote junto con Ubaldo Tejada, hasta que nos cayera encima el maldito decreto de despido masivo en la siderúrgica y la calle para patear latas como premio cuando no la canaporlaspuras, porque la vida es y será una porquería ya lo sé, pero ya en Lima nos mandábamos para el Callao, el otro puerto, buscando en la aventura de los barracones la posibilidad de la muerte con el loco Carlos La Rosa; como en Chimbote nos zampábamos al bar el 99 sólo para salir hasta el cien, a ver cómo El Gato le tapaba la vida a su último cadáver.

No nos mintamos más Mario. Aquí te habías venido a buscar a Lulú, copetinera del puerto que nos quitara Juanito Ramírez al invitarnos a darnos “un par de vueltas con la realidad”. Y esta morocha, la he reconocido, es Lulú, la que se me perdió de “El trino de Lulú”, ese que tú te sabías al dedillo, la de la bata y la baticola que comía anticuchos con choclo en la madrugada después de verse una de Cantinflas en el Chavín, y tú decías: Lulú trina tres trinos, salud, dinero y amor. Esa Lulú que se perdió como a ti tu ciudad y tu Haydee, por eso, ya lo sé, andás vestido de luto, a finales del siglo diecinueve, en momentos en que estamos escuchando el chirriar de esa carreta que trae a los del otro lao, esos del italianaje modo, morochos sicilianos, camorreros, que traen al frente a uno que se las sabe toditas, todititas, como se las sabe Lalo, el que tú conoces, que viene a robarse otra vez a nuestra Lulú, por eso con el guiño de tu ojo izquierdo das la señal y ordenas que la música crezca y de la nada saltan otros músicos y la charanga se agiganta también y todos estamos bailando hasta que ingresa el hombre aquel botando de su lado, a flecazos de chalina, cual quien espanta avispas, a los que se le avientan a la de a mentiras y con áspera voz dice buscar a un hombre con un nombre y todos te vemos, a ti, Mario, deshacerte del facón por esa farola, por ese tragaluz, con la rapidez con que otras veces sorprendías a tus contrincantes antes de que dejarán de ver la luz de este mundo, que no habían sido tus contendores sino por segundos, salvo que quisieras jugar al tigre y al venado. Pero para eso vine, sabía de tu puntería y salí a buscar el puñal en la oscuridad, no por gusto me llamara Manuel Scorza, nuestro mutuo amigo, el Nictálope. Los demás callaron y bajaron los ojos. Nadie se atrevía a nada Mario, salvo yo que me escurrí al aire fresco de la madrugada, a esperar al desafiador, que hizo de inmediato reanudar la música que también había enmudecido y se la agarró a la Lulú, quien para entonces se había cambiado de nombre al de la Lujanera. Yo me quedé agazapado junto al árbol aquel a esperar que el hombre la sacará a Lulú para concretar las cosas que no se pueden hacer delante del resto, por muy derrotados que aparezcan, y que sólo se hace bajo el cobijo de los árboles frondosos cuando la lluvia empieza a caer, aunque a estas altas horas ya escampaba. Y tú, Mario, no podías hacer la raya trece al negro mango de tu facón, por eso yo tampoco lo quise hacer, pese a que al tiro lo hube ubicado, y preferí complementar la faena con mi puñalito, al que me había pasado afila que te afila toda la madrugada con suma paciencia. Le entró fácil por la espalda las trece veces que se lo clavé, Mario, y ya no pude decir nada cuando la gendarmería descubrió el cuerpo al realizar su inesperada y silenciosa ronda matutina sobre aquellos pingos que llevaban los cascos forrados con trapos para secretear su arribo y así te sorprendieron y te esposaron como cuando lo del maldito decreto en Chimbote, pero en este caso se hallaba Rosas, Juan Manuel Ortiz de Rosas, el dictador, contra quien habías faenado tanto, aunque sabías que saldrías libre una vez más, porque éste no era tu fatídico trece que te llevara hasta a la otra. Fui yo, al estofármelo, el que se hubo de retirar. Por eso estoy de vuelta, sin ti y sin Lulú, ahora con ese dejito argentino que le quedaba tan bien. Pero ya nos has fregado a los horazerianos, pues este 2004 del veintuno no vamos a poder rendirte el homenaje por los 20 años de ese viaje que creíamos sin retorno, tu último viaje Mario. Nos fregaste compadre, pero ¡qué le vamos a hacer! Estarás feliz estacionado en el año 1884 de la Casa Rosada al lado de Lulú, milongueando hasta que al final te arrodillarás a llorar por tanta poesía como la que hay allí. Y escucho en la calle Caminito del barrio de La Boca, con mi carota tras el cartón de figurones tangueros, posando como tú por los ochenta, entonar con sentimiento: Yo sé que ahora vendrán caras extrañas/ con su limosna de alivio a mi tormento. / Todo es mentira, mentira es el lamento. / "Hoy está sólo mi corazón!

Lima, verano de 1999

No me digas maricón (Lima, 16.06.05)     Volver al Menú

Sí, así le dije doctor, me acuerdo clarito: ¡No me digas maricón, loco e˜ mierda! Porque así mismito me lo gritó antes de que me largara a trabajar en el Mercado Central de Madrid, donde chambeo como camarero en un puesto-restaurante que le dicen acá; en mi país, les dicen mozos y los llaman con unas palmadas, como a perritos amaestrados, aunque más parecen fieras cuando te atienden. Por eso me vine para las Europas y me traje a mi hermanito, que cuánto lo he cuidado y lo cuido. Una vez se lo quisieron tirar en el colegio para internados donde estudiábamos, el Salesianos de la avenida Brasil de Lima, y me tuve que trompear nada menos que con un cura. El muy cagón dijo después que se había tropezado con el filo del confesionario al salir, pero yo lo madrugué de un cabezazo al muy gramputa cuando estaba que lo manoseaba a mi hermanito, al cual yo seguía para arriba y para abajo y no le quitaba el ojo de encima para que no se lo fueran a cachar, perdón, follar como dicen ustedes los españoles, porque así son los curas, célibes que se dicen, pititos juran estar, pero al menos se sobonean con los chiquillos, con los pipiolitos; si pudieran lo harían con las huahuas. Y les gustan los hombres porque a ellos no los van a perjudicar, creen, con eso de la virginidad, y si están más maltoncitos, púberes que les dicen, ni riesgo de preñarlos. Mire, yo a mi hermanito le he visto cuántas veces calatito, hasta se metía en mi cama cuando era chiquito, y no le llegué a hacer nada. Aunque a veces me despertara bien al palo a su lado confundiéndolo con una hembrita, pero me aguantaba y me iba calladito al baño de noche y me corría una pajita. Claro que después tenía que confesarme con el cura Calancha, al que le hinché el ojo años más adelante, pero el huevón no se metía para nada conmigo, porque sabía que era bravo, que si quería hasta podía morderle una oreja: así lo pregonaba yo por los patios de recreo, cuando la muchachada comentaba la libidinosidad del cura, que en buen cristiano era pura arrechura. Mire dóctor, para serle sincero, casi todos pensábamos que mi hermanito iba para homosexual, porque leyendo no más se la pasaba, no jugaba pelota, el fútbol que le dicen, ni a la pega, lingo, escondidas; no bailaba trompo, no sabía embocar el bolero y ni bolitas sabía embocar, porque le fastidiaba escarbar los ñocos en la tierrita. ¡Vaya cojudo e' mierda! Una vez en el internado le dieron a tomar una pastilla de yubimbina o algo así, ustedes los médicos saben más de esas cosas, esas pastillas que les dan a los caballos padrillos para arrecharlos y a las yeguas para ponerlas en celo. Lo llevaron a una cuadra vacía del colegio para que se tirase la paja, pero nada que ver con la masturbación, dóctor, ni tragándose esa vaina que a los caballos los ponía de vuelta y media. Estaba con la pinga paradota, eso se le notaba debajo del pantalón, y nada de meterse las manos a los bolsillos, como lo hacían los otros. Yo estaba aguaitando por una ventana, para cuidarlo, por supuesto, no se lo fueran a tirar, y no me quise meter porque la cosa era de hombres, mas así y todo luego le di una tanda al cholo Quiroz, que le había dado la yubimbina a cómo se llame la cojudez. ¡Ah carajo!, tiene razón cuando me dice con su mirada por donde chucha me estoy yendo, que caminos extraños tomo, porque tanto retruécano cuando el suelo está parejo. Porque a gallina que come huevo, aunque le quemen el pico: eso no quería que le pasara a pobre hermanito. Dicen que cuando se empieza ya nunca se puede parar. Y se imagina usted a un machazo como yo andando por la calle con un mariquita todo afeminado a quien le van silbando “hojita de té”. No señor, a mí no me iba a pasar eso jamás, porque yo hasta llegué a luquear cómo mi padre se tiraba a mi madre contra natura, que le dicen, por el culo, para ser más franco, como si ella fuera una maricona, eso al aguaitarlos los sábados cuando nos mandaban a los dos a jugar a la calle y yo me metía por la ventana para curiosear qué hacían -esto era en las vacaciones, fuera del internado- y él dale que dale con ella boca abajo aguantando unos uyes, los ayayays de dolor, aunque antes le metiera vaselina al poto. Por eso me jode que acá en Madrid, adonde lo he traído a estudiar para que se doctore como usted en medicina mientras yo me las paso tras el mostrador paradote todo el día, me venga con eso de que yo soy maricón, y a grito pelado en plena pensión. Doctor, vivimos en Princesa 80, segundo, la prolongación de la Gran Vía de José Antonio, pasando la Plaza de España, como yéndose a la Moncloa, cerca de donde parten los tranvías rumbo a la Universidad Complutense, Central que le dicen los franquistas. Sí, vivimos juntos pero no en el mismo cuarto. Son tres habitaciones, la de la derecha es el dormitorio de él, el cuarto de la izquierda es el mío y al centro tenemos la salita de estar, para que él estudie y podamos recibir visitas, es un decir, porque rara vez viene nadie a vernos y yo tengo que irme a ese canchón de la plaza Quevedo cuando quiero ocuparme con una mujer, porque ahí está la putería que arde y el cojo ese de la pata de palo que baila el tango como las propias rosas con la argentinita que no quiere nada conmigo, por eso me voy con la Lola, la española a la que a medio polvo le empieza a resumir el grajo por las axilas y de seguro no se llamará ni Lola, pero como cobra cómodo y nos vamos a su habitación ahorrándonos el pago de hotel, ya me acostumbré con ella. Ya ve, cómo mierda ve viene a llamar maricón mi hermanito, justo cuando le estaba planchando bien la raya a mi pantalón, porque eso sí, yo pa˜ limpiecito y pa˜ cuidadoso con la ropa, pa˜ llevar el pelo bien recortadito y todos los días que me afeito, para eso nadie me gana, ni el más pintado, por eso novias no me faltan, pero yo no quiero ir a más con ellas y prefiero a la Lola, porque aquí se hacen preñar y después quien chucha pagaría la pensión y los estudios de mi hermanito, al que casi mato esta mañana por eso de tildarme de maricón, mientras planchaba, doctorcito, mi pantaloncito, para que en el trabajo el dueño me diga: así Wilfredo, siempre dando el ejemplo, coño, que te lo digo yo, coño. Maricón, maricón, maricón me repetía una y cien veces y yo aguaitaba de refilón su cuarto y bien que disimulaba y se hacía el dormido porque era domingo y yo me iba a trabajar horas extras, para poder vestirlo a él y que vean que los peruchos no somos unos sudacas de porquería, que Lima no por gusto fue la capital de todo el virreinato godo de Sudamérica, la Ciudad de los Reyes, la Ciudad Jardín, donde más se rendía culto a lo hispánico, donde más caló lo español. Por eso los chilenos y los ecuatorianos nos odian y los argentinos bien que se hacen los sonsos, y hasta colombianos y venezolanos nos miran mal y de los bolivianos, ni se diga nada, que sigue siendo el Alto Perú. Ay, otra vez me voy por las patas de los caballos. Me decía maricón, le contaba dóctor, pero no lo gritaba, le he mentido al comienzo, era como si susurrara no en mis oídos sino en mi cabeza, así que agarré la plancha caliente, abrí la puerta de su cuarto despacito y me le fui encima, para quemarle el culo y así no pudiera usarlo aunque quisiera, porque lo que me daba pica no es que me dijera maricón a mí, sino que me lo dijera para así tener un pretexto y ejercer su vocación. Pero su cama tenía rueditas y se corrió cuando me le quería tirar encima para callarle la boca quemándole el trasero, y él me volteó y me puso boca abajo al costado de la cama que se había corrido, la plancha se fue no sé por dónde diablos y ante el bullón que armamos en medio de la pelea vino la chacha que era un orangután y me lo sacó de encima y me dio un manotón que me privó y seguro es quien me ha traído para acá a rastras, porque es más fornida que cachascanista, lo sé porque yo he intentado arrinconarla en el baño mientras limpiaba el escusado para levantarle la falda y meterle por el poto, pero siempre me ha vencido, me tumbaba al suelo y después se orinaba sobre mi cabeza y me decía: pues creo que el señorito, coño, venía darse un baño para enfriarse, que buena falta que le hace, coño, ¡me cago en Dio! Igual que hacía el cura Calancha cuando yo estaba chiquito todavía y no podía enfrentarlo, y me tiraba boca abajo y me hacía doler como mierda, y después me meaba en todo el cuerpo. Pero eso mi hermanito ni nadie lo saben, aunque creo se está convirtiendo en una loca e' Mierda, y no sé por que se lo estoy contando ahora a usted echado en este diván. Mi hermanito no lo sabe, ni nadie, y pobre de usted que lo cuente, porque traigo mi plancha caliente y le quemo el culo."Ya?


Sueños de la razón (Lima, 2005)     Volver al Menú

Empecinado como suelo ser, ese día dejé la reunión de los amigotes sólo porque estuvimos discutiendo el color de los cabellos de Mascarade, esa pintura que Higuchi nos había traído desde Lima a París, y que yo recordaba como del color lila de los caramelos que vendía D˜Onofrio desde hace decenas de año. Unos insistían en el dorado, el plateado y hasta el rojo fucsia para la cabellera de la mujer imposible de la que nos habíamos enamorado a perdición, cuando ya habíamos dejado la Edifor Galerie donde se había inaugurado la muestra Revês de la raison, su primera individual en la Ciudad Luz que había congregado a los escritores peruanos, quienes nos quedáramos solos nuestras alma pues la Embajada Peruana en París se había llevado al pintor y a la curadora, Françoise Thuillier, a una comida más íntima, y como siempre nosotros habíamos recalado en ese bar grandazo del costado de la Maison de l˜Amerique Latine, donde te servían unos porrones de envidia y la cerveza te parecía mucho más cargada al alcohol.

Allí, luego de habernos deleitado de exquisitos pisco soures durante la inauguración así como de buenísimos quesos tarmeños, cajamarquinos y arequipeños no se sabe de donde aparecidos, cuando la cosa se había puesto requetebuena con Alfredo Pita, el chino Wong, Miguelito --que se había venido desde Marsella a las escapadas- Patrick con sus inesperadas ocurrencias y, por supuesto, el grandioso Elqui que apenas besando el vaso solía acompañarnos en las buenas y las malas, y el eterno gran amigo Juanito Barea aguantando sus carrasperas y calmando las falsas broncas entre nosotros, allí fue que surgió el candente debate sobre el color de la cabellera de Mascarade, de la cual todos habíamos quedado recontraenamorados.

Como siempre, tal fue mi porfía que me atreví a pagar el taxi de ida y vuelta hasta la 23 rue Guénénaud, sede de la galería. Pero los muy zamarros se fueron bajando subrepticiamente del taxi mientras realizábamos el corto viaje y al fin me vi solitito frente a la galería, a la cual logré colarme en tanto el garzón hacía la madrugadora limpieza del recinto. Esperé que se fuera del todo, arrinconado bajo un taburete, y procedí a intentar encender las luces. Logré apenas encender --"casualidad de casualidades?- la luz cenital que iluminaba la Mascarade y el solo verla me escarapeló el cuerpo. En medio de la tranca en la que me encontraba me sentí empujado tras la larga peregrinación hacia mundos desconocidos, formando la larga y apretujada cola de alguno de los cuadros vecinos que la tenue luz apenas lograba iluminar. Hacía frío, pero el calor de la muchedumbre me distraía de su ingratitud, empujándome a atisbar la presencia de la imperiosa mujer alada que nos esperaba al final de esta aventura. Lo raro era que todos los de la cola éramos hombres, no había una sola mujer. Andábamos como avergonzados tras aquel mito de carnes voluptuosas cuyos tonos variaban: sus piernas pasaban de un beige apagado a un amarillo caqui hasta llegar a un pubis completamente desvellado; ni un solo pelo púbico asomaba junto a su prominente vulva, a su virgen vagina y el vientre iba coronado por un ombligo que la hacía humana y parida; su cintura y el inicio de sus pechos, incluidos sus perfectos pezones eran del color auténtico de la mujer blanca bronceada por la playa veraniega, lo mismo que su brazo derecho. Luces verdes, rojas y amarillas, hasta naranjas se diluían por entre fondos marrones, arriba, y lilas, abajo; al centro surgía un negro incierto. La parte alta de su sus pechos, hasta llegar a los perfectos hombros, eran marrones avioletados y su rostro, sí, su rostro, tal como su cabello lucían el violeta de los caramelos aquellos de la juventud limeña que tan rico sabor te dejaban en el paladar y la lengua, tan rico como los besos de la mujer amada (recordé a Rita). Un solo ojo coronaba su rostro, entre negro y dorado y su boca era una marcada cicatriz roja agestada. Todo esto lo supe, cuando ya viejo y cansado me acerqué hasta ella, la misma, la única Mascarade, quien me conminó tajante: chúpame los cabellos que me duelen. Torpe, me detuve en sus labios alternando los besos locos con el cumplimiento de su mandato: chuparle los cabellos. Ella cerró sus alas, cuyos colores no había tenido tiempo aún de detallar por sus ambigüedades. Ahora estamos ambos solos en el otro cuadro, Sueños de la Razón III, pelados y desnudos, cansados de tanto copular, con búhos y lechuzas acosándonos, recostados sobre las terribles y fantasmales cabezas voladoras, mientras la peregrinación se regresa con música y bombardas, vistiendo túnicas, llevando en sus manos la reliquia de nuestros pelos violetas que perfuman el ambiente más que el incienso y la mirra, tal vez perfuman hasta el parisino bar del boulevard de Saint Germain donde mis amigos me esperan para que les aclare bien sobre el color del cabello de la Mascarade de Higuchi, y ellos -los peregrinos les puedan mostrar la verdad irrefutable de su fe.

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