LIBRO MAYNOR FREYRE
36 Estampas sin bendecir - [ Cuentos 2005 ]
Sí que eran cosa seria (Lima 2004-2005) Volver al Menú
Estaban ahí como pintados, como puestecitos para lucirse sin que nadie les haga nada sino mirarlos de arriba abajo cual muñequitos de cuerda. Calatitos se la pasaban al pie de su ventana como la cucarachita Martina haciendo mil de juegos y malabares que hacían sonreír solapadamente y hasta desternillarme de la risa cuando los contorsionistas empezaban a ensayar ciertos números eróticos con la inocencia de los más tiernos animalitos de la profundidad de la selva, aullando, mugiendo, gruñendo como ellos. Y no es que no vieran, que fueran ciegos; simplemente no les interesaba en absoluto el mundo de los afuerinos, pues su mundillo propio, el de su casa por llamar de alguna manera al lugar donde residíanles bastaba y sobraba para su cultura en agraz. El único espectador, por esos tiempos, era yo, estudiante provinciano venido a Lima desde Pampas, Tallacaja, Huancavelica. Me habían conseguido el cuarto de la azotea de ese edificio de cuatro pisos. Ellos habitaban el cuartito de enfrente, en diagonal a mi ventana que daba al tragaluz. Los departamentos de los demás pisos de abajo eran cuartos de jale, para llevar a la querida, a la amante y manteníanse cerrados, bien apersianados, nadie se dejaba ver ni atisbaba a curiosear, pues sus quehaceres eran, por su puesto, otros.
Empezaban con una especie de lucha greco-romana, tal como se puede apreciar en las fotografías o reproducciones de esa famosa escultura de la antigüedad, aunque, por supuesto, no lucían estos luchadores el menor atisbo de barba. También jugaban a las palancas, que era pulsar con sus pies una y otra vez sin fallar, lo cual les causaba cosquillas, por lo que la diversión terminaba en risas alocadas, hasta llegar a esa pelea burda denominada cachascán: la doble nelson, el avión, la clavada, en fin. Luego pasaban al éxtasis de las luchas sexuales, sus pichulitas se iban erectando, menos la de la hembrita, obviamente por no poseerla, pero ella jugaba con su clítoris deleitosamente al momento en que pasaban a jugar al trencito y ella se convertía en la locomotora, todos enganchados por pichulitas y potitos, cual convoy ascendiendo a la sierra y piteando así, como tren de sierra.
De repente, en forma inusitada llegaba la madre y con unas cuantas palmadas a manera de aplausos ponía fin a esa organizada anarquía. Era una mujer treintona, entrada en buenas carnes, y arribaba siempre acompañada de un fulano cualquiera, alegres ambos, en copas y cargando con una buena botella de cinzano, el trago que le gustaba a ella. Los chicos se colocaban sus shorts y camisetas sin mangas, la niña un trajecito entero que abotonaba por delante, y procedían a dar arreglo a la cámara nupcial aledaña a su cuarto de juegos y cuya puerta consistía en una cortina floreada colgante de unas armellas. Antes armaban una mesita plegable redonda y acomodaban a su alrededor un par de sillas que desplegaban previamente. Eso era todo.
Luego la puerta de casa que había dejado entrar a la pareja se abría y los chicos salían a corretear por la azotea, en vez de irse a juguetear por el parque de enfrente. A mí me daba cólera por la bulla que me hacían interrumpiendo mis estudios, pero muy pronto ellos desaparecían, bajaban a su piso y se metían como culebras por el enrejado de una ventana que había hecho la rubia para airearse, pujando primero con sus cabecitas, aguantando sus risas, y de uno en uno iban apostándose bajo la cortina, cuando su madre ya había terminado el rito de libar el cinzano de la mesita y la eventual pareja dejaba el par de sillas para adentrarse en el aposento hasta llenarlo de grititos y disfuerzos, pues era de aquellas que sí lo disfrutaban. Gua, decía ella entonces, estos muchachitos de mierda como les gusta ver pichulear a su madre, y proseguía como si nada en sus trajines. Total, era uno por día, a lo más dos, y excepcionalmente tres los hombres que levantaba. Al fin al cabo ése era su oficio y con él daba de comer a sus hijos, los vestía y todo ese demás lío con que cumplen las madres solteras, las que asumen el doble rol de padre y madre como si nada.
Llegado el verano a Lima, me marché por mi tierra, a alejarme de la televisión, de la radio, de los periódicos sensacionalistas, del bullanguero tránsito callejero; a corretear por el campo, al borde del Viñas o del Opa Mayo, o por aquel bello bosque de eucaliptos donde obtuve mis primeras secretas recompensas de amor, escondido, reprimido y apurado. Era entonces cuando me venía a la mente esa suerte de libertad bestial de los niños y la madre rubios (porque he omitido señalar que ella sólo cargaba con clientes blancos).
El tiempo pasó inexorable y hube de retornar a Lima para proseguir mis estudios de medicina. Y no encontré a mis vecinos. Al subir por las escaleras me di con que la ventana enrejada que había hecho la mujer entrada en carnes para airearse estaba siendo tapiada. Trepé hasta mi cuarto de azotea y lancé una mirada por la diagonal: nada. Me habían suprimido el espectáculo. Bajé a tropezones al cuarto piso y pude alcanzar al operario tapiador. Conversamos. Me contó cómo las dos cabecitas se habían atracado por querer ganarse en el ingreso furtivo hacia la casa y cómo hallaron montados sobre sus hermanitos a los que quedaban fuera, haciéndose entre ellos cochinadas, aullando, gimiendo, gruñendo como animales del bosque. Los de las cabecitas atracadas se habían asfixiado y los de afuera creían, señor, que eso era parte del juego, dicen. Y dicen que la madre salió desnuda, rugiendo como una leona: vio a los chicos desfigurados con sus cabecitas que asomaban por la ventana y abrió la puerta, subió a esa azotea de donde usted acaba de bajar cargando a los sobrevivientes y se arrojó con ellos al vacío. Eso dicen señor. Al gringo que estaba adentro dicen que se lo han llevado al manicomio y dicen que los chicos eran buenos, inocentes, que jugaban solitos, que con nadie se metían y que, pues, la madre se ganaba la plata como se la ganaba. Pero ya vio que era una buena, verdadera madre, así lo dijeron la televisión, la radio, los periódicos días de días. Así chismeaban también por las calles del vecindario.
Le pedí al hombre que me acompañara al piso de la azotea. Me ayudó a mudar mis cosas a La casa de unos familiares en Miraflores y recién, ahora de viejo, me he atrevido a contarles esta conmovedora historia de amor materno.
Corazón de piedra, ¡qué va a ser de tu vida! (Lima, 2002) Volver al Menú
El pobre muchachito fue despertado de manera intempestiva por un extraño ruido de pocillos que tintineaban al girar de las cucharillas tratando de endulzar alguna bebida caliente, pero aún no era la hora del desayuno. Entonces aguzó el oído y recogió el murmullo de una áspera discusión que se iba llenando de ira a medida de su avance, primero calmo y luego vertiginoso. Se trataba de una pelea sobre el destino de ellos, de él y de sus hermanos; la voz fría y parsimoniosa pertenecía a su tío y la amarga a su padre. Por una rendija de la puerta atisbó cómo su padre contenía con las justas en una de sus manos el azucarero que indudablemente deseaba arrojar a la cabeza de su interlocutor. Por ello decidió escaparse, irse, y salió en puntitas de pies por la puerta posterior del dormitorio atravesando otros cuartos donde dormía parte de la parentela. Aliviado, alcanzó el vestíbulo de la casa y se dio de lleno con una iluminación inesperada aguardándolo en la sala: cuatro raros faroles estaban allí encendidos y al fondo había unos tules azules que llevaban delante una enorme cruz plateada. Era de noche. Una caja negra reposaba al centro, larga y adornada por platinas de churriguerescas formas. A la cabecera de la caja negra permanecía abierta una tapa. Curioso se acercó a mirar. Y, ¡oh sorpresa!, se dio nada menos con el rostro de su madre dormitando serena con las manos entrelazadas sobre el pecho y vestida con el hábito marrón de la Virgen del Carmen. No supo qué hacer y se la quedó mirando en silencio, sin hacer bulla para que sus tíos, sus primos, sus hermanos no se vayan a despertar enterándose de este suceso tan terrible, porque iba dándose cuenta de que algo terrible e irreversible había sucedido. Pensó que su madre estaba llorando por dejarlo tan desamparado, ni siquiera podría contarle el episodio del azucarero entre su padre y el tío Augusto, esto al ver cómo se empañaba el vidrio que lo separaba del rostro querido. Pero tonto, si se trata de ti mismo, a quien se le están chorreando las lágrimas, eres tú quien se está yendo en callado llanto como una mujercita cualquiera sin poder sollozar para que no te resondren por haberte levantado descalzo. Vamos, ánimo, vente a acostarte calladito, que nadie se dé cuenta, van a decir que a tus ocho años no eres todo un hombrecito, sécate esos ojos, límpiate los mocos, ves, ya estamos llegando a la camita, duérmete mi niño, duérmete por dios, si no viene el cuco y te va comer. Mejor tápate hasta la cabeza, aunque sudes, y no digas nunca a nadie sobre esto que te ha pasado.
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Claro que pudiste dormir, recuérdalo. Te despertaron tempranito, más temprano que de costumbre. Tu padre dormía a pierna suelta su dolor de viudo. Te llevaron con engaños para constatar lo ya sabido. Te dijeron que tenías que ser fuerte, un primo aseveró: tú eres muy macho. Entre todos te escoltaron para darte la primicia conocida por anticipado por ti. Y te portaste mejor que un hombre hecho y derecho. No es que ni siquiera lloraras: sonreíste alegre y saludaste a tu madre con el adiós de esos marineros valientes de Jack London o de esos lobos de mar de Emilio Salgari. No te importó un bledo que murmuraran: este muchachito tiene el corazón de piedra, ¡qué va a ser de su vida!
El loco del cuarto del fondo de la casa (Lima, 8.7.2003) Volver al Menú
Llegábamos donde la madrina Eufrasia prestos a olisquear
por todos los rincones de la casa, como buenos muchachos limeños propensos a la
chismografía, tal como nuestras madres, abuelas y tías se habían encargado de
inculcarnos. Pero cuál no sería nuestra desesperación cuando la enorme negra que
fungía de ama de llaves nos cerraba el paso al arribar al cuarto del fondo. Sin
mayores remilgos nos dijo, cruzando sus enormes y gruesos brazos a punto de
apoyarse sobre nuestras pequeñas cabezas: Aquí no niños, aquí no, por favor, por
favor, por favor. Y antes que se le atascase el disco y prosiguiera con la misma
cantaleta por toda una eternidad, nos disparamos por los jardines alumbrados por
el veraniego sol limeño de ese domingo de vacaciones del año 1950. Nos fuimos a
cazar imposibles mariposas, lanzamos errados terrones y piedrecitas contra los
pajaritos y cuculíes, empezamos terribles luchas contra las temibles avispas y
abejas que revoloteaban entre las flores, cogimos pétalos de éstas para hacerlos
silbar entre nuestros secos labios; trepábamos los árboles hasta donde podían
dar nuestras calancas de púberes, orinábamos a escondidas midiendo quien llegaba
más lejos, pero, eso sí, no dejábamos jamás de atisbar aunque sea de reojo la
prohibida puerta del cuarto del fondo. Todo esto hasta que llegaba resoplando la
negra ama de llaves cargando infinidad de vasos repletos de fresca limonada
recién preparadita para saciar nuestra sed y al descubrir el lodazal de meados
fingía darse la media vuelta para castigarnos diciendo: Puag, puag, puaggg;
estos niños blanquitos si que no se saben comportar con decencia; bah, bah, bah.
Entonces le rogábamos alborotados, prometiendo no hacer más palomilladas,
portarnos como es debido, y no como negros o cholos de la calle. Entonces
retornaba la negraza sonriente y nos lanzábamos sobre los vasos secándolos en un
tris tras, mientras la buena mujerona ya traía más del refrescante líquido en
una jarra tintineante de hielos para rellenar nuestros ávidos recipientes.
Pronto nos llamaron a almorzar. Nos devoramos la tostadita
papa rellena hecha con un compuesto de carne molida con cebolla picada, trozos
de huevo pasado, pedacitos de aceituna y pasas despepadas; un verdadero manjar.
El segundo consistió en un buen plato de ravioles con jugoso asado en cuyas
hendiduras triangulares descubrimos pedazos de zanahoria y pimienta negra
entera, toda una delicia. Trajeron ranfañote como postre y las frutas las
dejamos para el lonche mientras bebíamos harta naranjada o bien chicha morada.
Saciados todos los chicos, nos mandaron a hacer la siesta en tanto los mayores
hacían su sobremesa de chismes prohibidos para nosotros. La negra se arrellanó
en una mecedora vieja crujiente por su gran peso y que parecía a punto de
quebrarse en cualquier instante. Lo importante era quedarse calladitos, tal como
habíamos previamente acordado, hasta empezar a escuchar sus ronquidos de fiera
enjaulada. Prestos salimos en puntitas de pies con nuestras zapatillas de goma
en las manos y llevamos nuestros furtivos pasos hasta la puerta del cuarto del
fondo. Pero, ¡oh sorpresa!, la cerradura estaba con llave. Nos trasladamos por
el otro lado del jardín, un lugar descuidado junto a unas matas que nos arañaban
y haciendo banquito con nuestras manos fuimos subiendo a cada uno hasta la
enorme ventana abierta de par en par por el verano. Pese a ser de día notamos
una bombilla encendida y abajo del alféizar de la ventana montones de aparatos
de radio y victrolas desarmados sobre unas viejas y largas mesas. Saltamos
felínamente hasta el piso de madera del cuarto y empezamos a merodear por entre
los artefactos tan diversos en tamaños y en formas hasta que nos dimos de pleno
con un rostro barbado con desaliño, desde el que nos observaban unos ojos
acuosos, sanguinolentos, irritados, reposando sobre unas largas manos de
amarillentos dedos y retorcidas uñas, manchadas de ácidos corrosivos. Sonó una
risa tenue y notamos cómo se encendían de alegría esos ojos. Petrificados como
estábamos, no atinamos a nada, permaneciendo llenos de pavor. Peor aun cuando el desaliñado ensayó una
mueca horrible que nos empujó de nuevo hasta el vano de la ventana, pero como lo
oímos reír a carcajadas, tornamos valentísimos a acercarnos a él. Nos fue
contando la historia de cada aparato, la fecha en la que lo inventaron, la clase
de madera usada para su caparazón, su amplitud de onda, y ahí sí exigimos una
explicación, y nos dijo que se trataba hasta de dónde podía el radiorreceptor
traer la voz. Asombrados por su sabiduría indagamos la razón de su encierro, por
lo que orgulloso nos enrostró unos botellines disfrazados entre los tubos de
repuesto (se trataba de mulitas de pisco): la negra es la heroína, confesó. Los
nuevos héroes van a ser ustedes, añadió entre amenazante y bonachón. Bah,
olvídenlo, terminó por decir, y nos fue defenestrando hacia el jardín sin mayor
trámite. Nos fuimos corriendo a buscar la pócima de la sabiduría recién
encontrada: mientras los mayores dormían su media borrachera, libamos como locos
todos los conchos de los tragos habidos y por haber que nos habían legado. En
efecto, se nos soltó la lengua y empezamos a divagar sobre el amor, la locura y
la muerte con la sapiencia que nos daba la casi decena de años que suponíamos
bien vividos. Lo recuerdo nítido desde este solitario cuarto de azotea donde
pergeño aquel lejano recuerdo de los años idos. Y adonde llega, de vez en
cuando, ese vecinito travieso llamado Julio Ramón, al cual engaño fingiendo un
mal pulmonar irreversible, mientras espero en vano, en el cuartito de cerca al
cielo, la llegada de imaginarios sobrinos, y no tengo negra alguna para surtirme
del néctar espirituoso. Por eso escribo, para desfogarme, y les cuento esto.
Aunque a veces Julito se conmisera y me deja dentro del macetón abandonado los
conchos de algunos botellines hurtados, porque --nada cojudo-- no se ha comido
eso de que estoy achacado de la caja. Mi nombre es Perucho Buckingham y en la
universidad británica de Cambridge pude leer a William Shakespeare en el inglés
del siglo XVII.
El team de los chacales (Lima, 2000) Volver al Menú
Chacal. Una especie de perro salvaje, algo menos que un lobo, quizá equiparado con el coyote. En todo caso un cuadrúpedo abyecto, cobarde cuando está solo. Feroz cuando anda en manadas. Con la ferocidad del lobo y la astucia de la zorra. Así es este animal.
Y así los apodamos cuando llegaron al barrio, caminando remolonamente, de mirada retrechera. Vestían como gente de arrabal: llevaban pantalones parchados, zapatos de distinto color, zapatillas atadas con soguillas, camisas con el cuello y las mangas arranchadas; tenían un pañuelo amarrado a la frente que daba vuelta a todo el cráneo, al estilo de los piratas de las películas, con el que pretendían detener la caída de sus hirsutos cabellos.
Se sentaron bajo los pinos, en la bajadita que servía de tribuna a quienes no jugaban. Con las cabezas gachas, mirándonos de refilón. Nosotros seguimos el partido, pero esmerándonos en hacer las mejores jugadas, para lucirnos, cómo no. Hasta que “La Lora„ se lesionó y, medio alocado como era, invito a uno de ellos a reemplazarlo: oye primo dijo con su voz nasal--entra por mí que me he jodido el tobillo. Inmediatamente todos nos miramos, como si de repente el día se hubiera convertido en noche o estuvieran cayendo rayos sobre Lima.
El que entró a jugar era un cholo grandazo con unos yines viejos cortados hasta las rodillas. Inmediatamente sacó de su bolsillo trasero un, más que pañuelo, trapo descolorido que circundó alrededor de su cabeza. Poseía un dribling endemoniado pero a su vez tan desordenado que terminaba por llevárselo al out, fuera de la cancha. Al principio creímos que era por los nervios del inusitado debut y lo apodamos “Loayza„, como al maestrito del Ciclista Lima. Pero al ratito su loca gambeta lo llevó a chocar nada menos que con el flaco “Huaraca„ Cairo, quien le dio una soberbia barrida. Entonces el cholo “Loayza„ se puso en pie descontrolado y se le fue encima al más bronquero del barrio. Y se armó la trocatinta.
De caballeros era que los dos pelearan solos en medio de un ruedo hasta darse lo suficiente y entonces separarlos. Pero los chacales eran nada menos que chacales. Para ellos todo debía hacerse en manada. En un santiamén nos vimos envueltos todos en la pelea: quienes estabamos jugando el partido y los espectadores de toda laya; hasta los perros empezaron a mordisquear por aquí, por allá y por acullá. “Huaraca„ había madrugado a “Loayza„ rompiéndole las narices de un artero cabezazo aunque ahora se las veía negras pues el cholo le estaba haciendo el abrazo del oso y lo tenía medio afixiado. “La Lora„, quizá por el sentimiento de culpa surgido a raíz de hacer entrar al chacal a reemplazarlo, lanzó una genial idea a grito pelado: ¡carajo dijo con su voz nasalpor que no lo definimos esto en un partido de fútbol!
Fue como si un hada madrina hubiera sacado su varita mágica y paralizado a toda la sarta de energúmenos en que nos habíamos convertido. Pero la tregua duró apenas un suspiro. Ya llevábamos las de perder, pues al verse en minoría los chacalitos habían ido por refuerzos, y eso significaba hermanas y hasta madres portando sartenes y cacerolas para defender a sus críos. No sólo eso: algunas bacinicas, no precisamente vacías, surgieron enristradas por hermanitas furibundas. Los más chicos del barrio corrieron a soltar los perros bravos y adiestrados guardados en los jardines de algunos de los caserones de las familias de la muchachada y nuestras madres asomaban por las ventanas de los segundos pisos, así como las sirvientas por las azoteas, lanzando procacidades que nosotros creíamos indignas de sus santas boquitas. Todo era en vano. La trocatinta se había armado pesase a quien pesase. La sangre se fue mezclando con el barro y los orines y ni siquiera era posible una honrosa retirada, pues los invasores se mostraban dispuestos a luchar hasta el exterminio final.
En eso, ¡oh milagro!, se escuchó una voz ronca, de mando, que en forma estentórea hizo un llamado al alto al fuego.
--¡Comadres, paren esto! ¿Quién les va a dar después ropa para lavar, quién les va a comprar sus tamales los domingos, quién va a contratar a sus maridos como electricistas, gasfiteros, albañiles, pintores, mecánicos, carpinteros...?
No la dejaron ni terminar la larga enumeración, mientras yo coloradote por ver a mi abuela en trazas de entrecasa (seguro había estado dándole de comer a las aves en el corral) gritando como una placera en pleno parque, trataba de escabullirme por entre el seto de granados que cercaba el recinto.
No la dejaron terminar y como una decena de sus comadres se le acercó lloriqueando a pedirle perdón, en tanto otra decena de ahijados se postraba ante ella de rodillas con la cabeza gacha. La escena se tornaba trajicómica en medio de la barahúnda de súplicas que rodeaba a mi abuela mientras las orondas vecinas cerraban sus ventanas consternadas por la aborrecible visión que se presentaba ante sus compungidos ojos: toda una señorona como la Santander, tratando de parlamentar con la cholería y la zambería callejonera y corralonera.
De repente interrumpió la escena otra trocatinta mayor: cientos de extraños personajes habían irrumpido por la avenida Santander apedreando automóviles particulares, parando a los escasos ómnibus destartalados que circulaban por sus pistas y un grupo de ellos cargaba en vilo un enorme mojón pintado de blanco y negro, de esos que servían para organizar el tránsito en las vías de doble sentido, echándoselo encima a un pequeño automóvil cuyo chofer huía despavorido en tanto su carrito se convertía en un trozo de chatarra aplastado contra el suelo. No tardaron en aparecer los “caimanes„ cargados de policías de asalto entrando justamente por todos los lados del parque donde jugábamos pelota y arremetieron contra todo el mundo, especialmente contra los “Chacales„ cuya pinta, aunque más estrafalaria, se parecía mucho a la de los agitadores vestidos con pantalones remangados hasta las rodillas y en bividí. Mis hermanos y yo, junto con algunos muchachos del barrio embalamos rumbo a mi casa por ser la más cercana, trasladando a mi abuela casi en andas, hasta la pasamos por encima de los setos de granados que rodeaban al parque, mientras a su tras corrían sus caseras pidiéndole no nos abandone por favor comadrita, rogando sus ahijados, madrinita no nos deje que ahora sí no nos libramos de la cana. ¡Tremendos chacales, ojalá los maten!, refunfuñaba yo para mis adentros, hasta llegar a la puerta falsa del caserón por donde mis hermanos mayores ya habían logrado introducir a la abuela.
La policía de asalto nos pisaba los talones y apenas ingresamos los de la familia con algunos amigos del barrio intenté cerrar la puerta falsa para que nadie más entrara. El vozarrón de mi abuela me petrificó: ¡Pobrecito de ti mal nacido si le cierras la puerta a esa pobre gente inocente y perseguida! Y luego, dirigiéndose a los policías que pugnaban por ingresar al jardín exterior de la casa: Ustedes no saben quién soy yo, abusivos, al primero que transponga una raya de mi santo hogar lo traspaso de un solo balazo, así me caiga muerta aquí mismito. Y se apareció en la puerta de la casa ya con otra pinta, con unos tacones puestos que seguramente las negras sirvientas de la casa se los habían traído junto con el abrigo de pieles que ahora lucía tocada por un sombrero de esos de ir a los matrimonios, pero siendo lo más imponente la vieja escopeta de cartuchos que nos servia, de puro malograda como estaba, para jugar a la comboyada.
Ah, y por si caso, los saluda la viuda del general Santander, cuyo epónimo nombre lleva la calle que están pisando. El oficial al mando del grupo de asalto, un capitancito de ralo bigote, quiso hablar, pero lo mandó cuadrarse ordenándole que formara la tropa, porque cómo era posible que tuviera así sudorosos a sus hombres que daban pena, todos unos servidores de la patria, acérquese no más, le dijo, no me tenga miedo, no le voy a hacer nada, y le arregló al capitán el nudo de la corbata, le acomodó la polaca y le dio el primer vaso de chicha morada que las negras cazurras habían sacado en un gran porongo y empezado a repartir entre los asilados de la casa, que hasta revoltosos los había, aparte de toda la comadrería y los ahijados y mientras le contaba al capitán las hazañas de su difunto esposo que en paz descanse, dictó la orden de retiro para los asediadores, quienes subieron marchando a sus camiones y se marcharon. La abuela sacó repentinamente la pelota de cuero debajo de su abrigo y de un patadón la envió al techo: y pobre del que me la saque de ahí hasta el próximo domingo, porque eso sí el partido contra el Team de los Chacales si que no me lo voy a perder por nada para la semana que viene. Como parece tampoco pasará con “Loayza„ y “Huaraca„, a quienes en vano “La Lora„ pretende hacer que se abracen como hermanitos. Y a mí, que temblaba de hacerlos entrar a la casa así la policía los llevara presos, los “Chacales„ y su parentela me van agradeciendo uno por uno. Será por respeto a la abuela, porque yo sí los metería de cabeza a la cana por sucios, zarrapastrosos y barulleros.
El verano llegó (Lima, 2002) Volver al Menú
Amaneció radiante aquel día y nosotros saltamos de la cama entusiasmados. Corrimos hasta donde estaba el mueble lavatorio de dura piedra y remojamos nuestras toallas con agua de la jarra que vaciamos en la palangana enlozada. Prestos empezamos a limpiarnos la carca de los tobillos, de los pies, de las pantorrillas, de las mugrientas rodillas, de los muslos hasta que llegamos a nuestras partes. Nos moríamos de la risa al sacar bolas de un olor fétido de las ingles, pero nos desternillamos a carcajadas cuando al jalar el pellejito de nuestras pichulitas salía un requesón de rancio olor que inundaba el aire del cuarto y nos provocaba una exquisita y nauseabunda sensación de deleite. Enjuagadas las toallitas en la jofaina subimos por pecho y espalda, claro que antes nos lustramos bien el poto mientras jugábamos inocentemente unas luchas que más tenían de juegos sexuales. Pasar el trapo mojado por los sobacos donde recién aparecía una pelusilla infame, fue otra carcajeadera, pues ése sí era vinagrillo.
Aseaditos, tornamos a colocarnos nuestras trusas de baño y esas babuchas de plástico tan incómodas denominadas con la palabra japonesa sayonara, que significa adiós. Todo estaba listo para iniciar la temporada de verano, pero antes debíamos pasar la escoba por el piso de raídas maderas machihembradas del dormitorio nuestro, ubicado al fondo del viejo solar limeño. Uno iba barriendo, Alberto, el mayor, mientras, Alfredo, el menor, colocaba papeles de periódico extendido para recoger el polvo acumulado, y también iba rociando el piso con agua de un jarrito para que el polvo no nos ahogara. Terminada la operación, empezaron de inmediato a saltar como locas sobre nuestros pies, hasta nuestras piernas, tratando de trepar a través de la incipiente vellosidad que cubría las blancas carnes. No por nada nos decían, a los dos, en el colegio, los blancos sucios, porque eso sí, los del barrio eran casi todos como nosotros: gente de familias acomodadas venidas a menos, los que fiábamos a los chinos en las encomenderías, a los italianos en las surtidas bodegas, a los japoneses en las panaderías y hasta a los cholos verduleros de las carretillas, y que debíamos en algunas ocasiones tanto, lo cual nos obligaba a buscar rutas secretas para ir al colegio evitando así los papelones de las cobranzas perentorias.
Sobre la mesa de madera de desayunar habíamos colocado previamente papeles de envolver robados subrepticiamente de la pulpería del chino Ricardo Tam, los que poco a poco íbanse manchando de rojo en tanto las pequeñas figurillas quedaban estampadas en poses indignas, sus postreras poses. Claro que como a todo, lo convertíamos en un sano deporte: como cuando penetrábamos furtivos en la dulcería de la tía Anacleta, la dueña del solar que nos criaba, para lamernos los restos de mazamorra morada, arroz con leche, crema volteada, ranfañote, mazamorra de cochino, dulce de camote que quedaban en los potes sin lavar apilados en el lavadero esperando que llegara el agua para lavarlos, y así madrugábamos a las cucarachas, y el juego consistía en ser yo el campana mientras mi primo entraba furtivamente para después con un tenue silbido darme la señal para trocar los puestos; era mejor que jugar a los ladrones y celadores con los muchachos del barrio. íbamos contabilizando nuestra cacería a un costado de los papeles de encima de la mesa, para ver quién ganaba el derecho a escoger entre lavar la ropa o exprimirla y tenderla cada fin de semana de estas vacaciones escolares. Siempre ganaba yo, lo recuerdo clarito desde esta soledad casi treintona, cuando he venido a visitar, después de años a mi primo Alfredo, casi ciego como está por la diabetes, porque mataba casi el doble de pulgas que él, pobrecito, que de tanto dulce que comía y a mí apenas si me dejaba un poquititito, le dio esa enfermedad que dicen da porque hay demasiada azúcar en la sangre. Seguro por eso, también, me daba tandas en la cacería de pulgas; claro, cómo no, si el muy sabido tenía la sangre dulce.