LIBRO MAYNOR FREYRE
36 Estampas sin bendecir - [ Cuentos 2005 ]
La duquesa en su castillo (Lima, 2000) Volver al Menú
La vi llegar desesperada. Miraba el interior del inmenso recinto como observando una fiera a punto de saltar. Sería por eso que ella prácticamente lo madrugó en el salto. De un brinco inesperado se liberó de sus captor y se aferró a las rejas de su futuro presidio como quien le toma del cuello a su rival. Aullaba como un animal herido a sabiendas de que iba a ser tragada por su enemigo, cuyas fauces se abrían como una dentadura arbolada brillando a las seis de esa primaveral tarde limeña en la Magdalena del Mar.
Llegaba yo una vez más a mi encierro voluntario. Eran las ganas de no morir así como así las que me empujaban a retornar cada cierto tiempo al aislamiento aparente del mundo, pues la verdad es que sólo solía trasladarme del mundo real al inesperado y fantástico del manicomio público de la ciudad. Al jardín de uñas, como lo había bautizado mi amigo el poeta.
Los sorprendidos esbirros, al ver cómo su víctima se había soltado de sus garras, antes de abalanzarse sobre ella miraron al hombre de porte militar que con una mano en alto y con el don de mando que se intuía manejaba, los paralizó.
Mejor me la llevo de nuevo a casadijo resignado.
Con los humos cargados sobre mi cabeza de la larga borrachera aún sin disipar, monté en mi brioso caballo alazán y corrí a salvar a la dama pacatán-pacatánpacatán y todos se paralizaron todavía más ante mi arriesgada acción.
Estiré entonces mi mano y la invité a subir a mi caballo,
Duquesa le dije, tomad mi mano y subid en ancas.
Ella prefirió montar a lo varón y al trote emprendimos el ingreso por entre la arboleda fulgurante por el brillante crepúsculo de aquella inolvidable tarde.
Los esbirros, no otra cosa que dos tímidos muchachones adiestrados en manejar locos según las órdenes recibidas, tal y cual todo carcelero de cualquier rincón del universo, entendieron mi juego y sonrientes montaron sus jamelgos escoltando al barón y a la duquesa hasta sus aposentos. El viejo militar, padre de la internada, permanecía alelado tras las enormes puertas enrejadas que daban acceso al manicomio.
Ella se había tomado de mi cintura y disfrutaba como nunca del galope que, escoltados por nuestros escuderos, hicimos hasta llegar a sus aposentos, mientras siervos y vasallos se prosternaban a nuestro paso echando sobre nuestras cabezas las hojas secas características de la primavera limeña, siempre tan casquivana como sus mujeres en cuestiones climatológicas.
En los últimos tramos antes del arribo a los mencionados aposentos, la duquesa fue perdiendo los estribos y prácticamente ingresó a una especie de arrebato sensual que la llevaba a equivocar roles tratando de penetrarme contra natura con lo que no la había dotado la naturaleza. Hube de levantar riendas para sofrenar el caballo, con lo cual casi se viene de traste la bellísima, cuyos ojos negros brillaban como tizones encendidos a la luz de la lujuria mientras sus dientes albos semejaban una luna en cuarto creciente en medio de la oscura arboleda. Los escuderos estaban ya apeados de sus cabalgaduras y desenvainando sus armas aplicaron una rápida inyección a la nueva paciente, quien cayó en mis brazos y así fue llevada hasta sus habitaciones.
Al observar mi arrobamiento contemplativo de tan singular belleza las damas de compañía asignadas para mi invitada, convirtiéndose en vulgares enfermeras esgrimieron también sus enormes hipodérmicas. Su cuerpo blanco pleno de redondeces, tal vez la maja de Goya o un angelote del Tiziano, quizá una virgen de Rubens o alguna cabaretera de Lautrec, pensaba para mis adentros y buscaba mi cartapacio y mis carboncillos para plasmarla, porque sabía a mi memoria traidora, olvidadiza, mezquina. Pero no existía nada de libidinoso en esta reflexión. Era puro arte.
Desandé lo recorrido hasta la puerta del manicomio con ganas de salir a retomar mi larga noche de brindis. Allí el guardián, sabedor de mi largueza con cigarrillos y tragos luego de mis escapadas, guardaba mi maleta ya conocida por estos lares. Me dio pena descubrir al militarote descompuesto llorando desconsoladamente por algo por lo que en verdad debería llorar.
Hice de tripas corazón y me decidí a parlar con un hombre que seguramente tenía cuadriculadas las ideas por los tantos años que había andado encasquetado. Con su voz ronca me dio un muchas gracias, jovencito, se lo agradezco, pero no se moleste, y se mandó una militar media vuelta, pero de alguna parte de su alma afloraría lo poco de humano que le quedaba y atinó a casi rogarme: cuídela por favor, cuídela, señor... Barón de la Palangana, le dije por fregarlo, bueno, bueno, está bien, barón, pero no se olvide de cuidármela, general Morlaconcha, retirado, para servirlo, susurró avergonzado ante mis aires de nobleza y recién me dio cara: tenía los ojos acuosos y el brillo inicial de mando se le había disipado.
Esa noche dormí en el jardín, al aire libre, pero antes obsequié a mi cómplice, el portero, las chatas de pisco de las que siempre iba aprovisionado y me decidí a soñar con la felicidad que nunca había encontrado. Efectivamente, ésta apareció en la noche: era una viejecita enclenque y sucia, desarrapada; se me acercó mientras yo paseaba por el malecón de Barranco, aparentemente ofuscado por ideas suicidas; quise echarla de mi lado debido a su pestilencia, pero ella sacó una sucia libreta de su entrepecho y luego de buscar con gran esfuerzo la letra pe en el índice, hurgó entre los apellidos que empezaban con dicha letra sin hallar Palangana por ningún lado: la felicidad no será jamás para ti, me dijo, y ya se retiraba, cuando yo furioso traté de cogerla para lanzarla por los acantilados, pero era más ágil de lo que imaginara y se me escurrió de entre las manos ávidas de apretar su débil cuello. Sólo quedó entre ellas la deteriorada libreta, la cual se hizo polvo cuando intenté buscar en sus páginas mi apellido. Desperté sobresaltado, consolándome el hecho de que mi verdadero apellido no era ni por asomo Palangana, sino mi nombre de batalla en el manicomio y en mis horas de delirium tremens.
Era la duquesa del Castillo quien con su pie descalzo pateaba tierra sobre mi rostro para despertarme. Me informan que usted ha dormido largamente por cuarentiocho horas al aire libre, como buen espíritu espartano, me comunica y de inmediato me ofrece su mano diestra para ayudarme a ponerme de pie. Está sonriente y viste unos shorts ligeros y una camiseta sin mangas que deja ver sus duros senos. Desde el suelo he podido ver brillar sus rubios vellos subiendo por sus piernas hasta alcanzar el camino que conduce seguramente a su suave pubis y a su secreto túnel del amor. Pero, oh desgracia, todos mis sueños se derrumban al recordar mi estado de impotencia gracias a mi alcoholismo crónico y a mi juvenil afición marihuanera, según explican los galenos. Para mí que no es sino aburrimiento, tedio, splint. Me suelto de su mano y me vuelvo a tumbar, no te muevas, le digo, permíteme tutearte duquesa, a mí dime simplemente barón. Rebusco en mi maleta y encuentro cartulinas y carboncillo, ella es ya una estatua de colores sonriente y yo trazo como loco metiéndome en mi verdadera borrachera, mentira lo de mi impotencia, estoy gozando sus formas que traslado al papel, casi ya no puedo contenerme y saco las témperas, ella está tiesa, pero algo no me cabe en la mente, el sol de casi medio día en que le vi llegar es ahora el del atardecer y ya no veo los colores de su rojo pantaloncito y los del arcoiris de su rayado polo, sus oscuros pezones lucen erectos y el dorado de su vellosidad púbica es otro atardecer junto a otro sol de donde la vida se irradia a borbotones exhalando un perfume a selvas escondidas y secretas que van rodeando a este angelote. No sé de donde han salido los óleos y el lienzo hasta que veo a mi amigo el poeta del jardín de uñas sentado a mi lado sobre una piedra mitad blanca y mitad negra y me doy cuenta que ya estoy llegando, que el ansiado orgasmo llega, ha de llegar, pues la jungla púbica rodea a la bella duquesa montada en pelo sobre un fálico árbol mientras se la llevan gritando y me amenazan con denunciarme ante el generalote por intento de violación, entonces yo saco mi espada y junto con el poeta emprendemos el rescate de la duquesa a la que quieren encerrar en la torre del alto castillo y la estamos vistiendo y huyendo por la puerta secreta que conocemos para irnos a esa chingana con ella a bebernos nuestras alegrías, porque penas, ahora con ella al lado, posando para siempre para mi pincel y su inspiración, ya no habrán. Veo antes de despertarme levantando mi cabeza de sobre la mesa de la taberna que la felicidad está buscando como loca la letra pe en su libreta para apuntarme y ya despierto me doy cuenta que ya no están la duquesa ni el poeta, me dicen que los loqueros se los llevaron antes de que trataran de fornicar aquí mismo, en público. Mi maleta está a mi lado y allí dentro encuentro las cartulinas, el lienzo, y no recuerdo haberme pintado al lado de ella en este cuadro donde cabalgamos cara a cara montados sobre el raro árbol que gotea savia a borbotones. Porque cómo voy a haber podido posar para mí mismo sin un espejo de por medio?
La dueña de la revista (Lima, 1982 – 2002) Volver al Menú
Me recibió de pie, parada sobre su tamañazo, agrandado más aún por lo altos tacos de sus zapatos, con los brazos en jarras, y de inmediato recordé que una de las imágenes que más se me había grabado de la revista era la de esa Señorita Perú –no miss, como le decían en otras publicaciones--, una tal Ana Gabriela Bueno, de origen apurimeño, posando en la misma actitud que la dueña y me imagino a doña Dorina haciéndola posar, aunque después la experiencia me enseñaría que lo que daba era órdenes: Ay, mira Victorio, la pones así –y le asomaba una sonrisa burlona—y vas a ver cómo la cholita (todos riéndonos) se pone de vuelta y media, ¿tú qué dices? –le espetaba al más cercano--, y dale con las poses y las muecas, dándose vueltas como toda una vampiresa (y ahí sí la cagadera general de risa) y ella feliz por sus coqueterías de niña-vieja, palomillosa, no como ahora que estoy por primera vez frente a ella, parada en pintoresca pose, diciéndome: Ah, Rivero Bustamante, ¿de Arequipa, no?, y yo un poco por llevarle la contra de arranque, para que no se me vaya a prender: No, de Huacho, y ella risa y risa, Pero usted no va a venir a escribir de política, ¿no?, ya politiqueros tenemos bastante, ¿tú qué dices?, y todos cachacientos, Sí señora, claro, engolada la voz de Victorio, y yo con unas ganas locas de mandarme mudar, que de haberlo hecho me hubiera perdido de participar en aquello que me fascinaba, porque todo en los puestos de periódicos no era sino de gringas, aunque al pomo y con su plata, y no la Ana Gabriela cusqueña de pura cepa, o la genial foto del doctor Manuel Prado, el señor Presidente de la República Peruana, todo huachafazo con el pecho cubierto de cuchumil medallas, bastón de mando en mano, vestido de levita y tongo, por supuesto lleva cruzada la banda presidencial y luce una sonrisa de maniquí parisino en la carátula, que para qué te cuento, entonces cómo no sentirse entre feliz y nervioso de entrar a trabajar a ese lugar donde, ¡carajo!, se te presentaba la oportunidad de demostrar que no todo lo bacán en este país era necesario traerlo de Miami o de California, que no se precisaba imitar lo gringo para ser buenos, no como en Mundo, la otra revista donde había estado como ave de paso, plagada de huachaferías y sobonería de la más seria, para colmo de males, por ello me decidí a presentarme con insolencia ante la dueña de esos impresos quincenales súper insolentes, a la que ahorita la estoy viendo con ambas manos posadas en las caderas y con las piernas abiertas como las de un boxeador (no en vano había sido amante del pintor-pugilista) enfrentándose a Kiko, el director, porque ahora a ella se le había antojado cambiar la portada de la revista, cuando nos habíamos amanecido seleccionándola (me consta), pero la dueña insiste en que esas cosas no venden y que ella creó de la nada este magazín y no pensaba perderlo por el mal asesoramiento que te dan, papito, ni sueñes con eso, mi esfuerzo, mi lucha que me ha costado levantar esto para que tú pretendas derrumbarlo, ¿qué dices tú? (pero todo el mundo buscaba ya que escaparse a espetaperros), y el bonachón y bromista Kiko se iba transformando en un monstruo y la empezaba a gramputear, mientras la discusión se agriaba, y él vociferaba: ¡Te ruego, déjame tranquilo, por favor, por favor, por favor!, esta última frase en in crescendo, hasta que se paraba y la sacaba a empujones de su gran oficina intentando tirarle un portazo, mas ella se oponía con todo su cuerpo y entonces él le daba un empujón final para ahí lanzar el ansiado portazo ¡puummmmm!, entonces ella se iba del tercer piso al octavo piso, caminando como mareada, en una borrachera de desengaño, escuchando los conchatumadre que vociferaba Kiko a manera de despedida, y ella: So malcriado, soy tu madre, ¿o no lo sabes?, ¿o lo has olvidado?, escúchame hiji... ¡Hijaeputa, eres una hijaeputa madre!, bramaba él, en tanto nosotros corriendo a nuestras oficinas a sacar nuestros libros y apuntes, a ponernos nuestros sacos (el maldito de Román esta vez me ha engrapado las mangas), listos para salir corriendo en puntitas de pies, y ya desde el octavo piso ella telefoneaba y Kiko contestaba, pero tales eran los gritos que por el respiradero del gran edificio se escuchaba cómo cerraban las ventanas, bajaban las persianas, y los gritos seguían desaforados con tiradas de teléfono del hijo-director hasta quebrar el aparato y sólo quedaba Julita esperando que él se largara ¡pandangán!, tirando un portazo más, esta vez de la puerta de salida, para entrar Julita en la oficina del director con un gran rollo de esparadrapo a pegar el aparato telefónico hasta poder reemplazarlo por otro nuevo. Lo que yo no sabía, ahí tratando de desengrapar las mangas de mi saco, es que ella iba a bajar a tomar el sitio del vencido después de la cruenta batalla, y al único cojudo que encontró fue al nuevo, y el nuevo soy yo, recién llegadito de Europa y espero mañana poder cobrar mi primer sueldo, y se me acerca lasciva, me mide, me tasa, y me dice, Sobrinito, acompáñame al octavo piso para seleccionar la nueva portada, de allí llamaremos a Alonso para que nos ayude, ven no me tengas miedo, ¿por qué tú eres mi sobrinito, no?, y me agarró del cuello como a un pelele, y a Julita, la fiel secretaria, no le quedó otra cosa que darme una cómplice guiñadita de ojo.
Ya en el octavo piso pude ver su colección de platos de cobre, conocer los santos y nacimientos con personajes de largos cuellos de los Mendívil y otras bellezas de la artesanía peruana, además pude conocer a ese gran periodista llamado Alonso, todo un maestro de la pluma y de los chilcanos dobles, como también saber el porqué esta mujer amaba al Perú y a sus cholos y adoraba los piscos sour del viejo hotel Mauri. Pero el número que siguió de la revista y que editamos los tres se ocupó de los negros peruanos y sacamos una negra bellísima en la carátula que hasta me cantó a capella cuando la entrevisté y pudimos contar cómo el presidente general Ramón Castilla proclamó la libertad de los negros para usarlos como carne de cañón contra Echenique. Total, Kiko se dio unas merecidas vacaciones y regresó como si nada. Y madre e hijo volvieron a tratarse con cariño hasta el próximo round, que lo hubo, con clinch y todo. Pero así es como se hacen las buenas revistas en el Perú, o no don Alonso, que lo recuerdo con la cabeza mojada con los pelos por toda la cara (usted se peinaba para atrás, ¿recuerda?) por ese chilcano de pisco que la había tirado como buena amiga la doña al no ponerse de acuerdo sobre no sé que recuerdos del bar Zela. Pero al minuto ya estaban conversando como si nada y usted le decía a la doña, don Alonso, con su voz aflautada: Dorina, acabas de descubrir la fórmula que acabará con la Glostora, desee ahora todos a peinarse tempranito con un buen chicano de pisco.
Mujer de Cura (Lima, 2000) Volver al Menú
La mujer escanció totalmente su vaso de cerveza y se relamió los labios con degustación. Mirando de soslayo a su interlocutor le espetó sin más ni más: Sí, mi marido es cu... Pero en medio de la frase prefirió dar otra definición y dijo: El padre de la Verónica, mi hija, es cura.
Había dejado de saber de él desde hacía nada menos que 21 años, la edad en que lo conoció, para tres años después hacerse su mujer, no en medio de arrumacos de pasión sino después de haberse tomado tímidamente de la mano como un par de adolescentes inocentones en una matiné de cine limeño, sentados --como era de esperarse-- al lado de una prima celestina.
Fue un idilio calmado y, también, como era de esperarse, su primer coito fue frustrante, porque como él estaba tan virgen como ella con sus exagerados 34 años frente a los 24 de ella, el asunto terminó en un cogitus interruptus. Con el tiempo se fueron calmando las aguas y aprendieron a hacerlo con todas las de la ley, pero sin exageraciones.
El amor transcurría con miradas cómplices en medio de la misa o de las reuniones del comité de Acción Católica en el pequeño puerto norteño donde residían, Chancay, y de citas secretas en el departamentito limeño del hermano ausente residente en España, tierra de origen del furtivo amante y razón que había unido a la pareja, aparentemente, porque en María eso de los curas tenía como una obsesión incontrolable, según testimonio de sus más caras amigas de infancia. Le gustaba, desde cuando apenas le empezaron a asomar los senos como limones, ir a confesarse con los sacerdotes guapos para sólo mirarles la cara y relamerse después de puro gusto. Hasta parecía masturbarse, exageraba la testigo, cuando te relataba el placer de sentir los dedos del cura guapo al colocarle la santa hostia en los labios al momento de recibir el cuerpo de Dios. Afición que seguramente la llevó a recibir en sus brazos al cuerpo de uno de los más fieles servidores del Señor, el padre Jesús.
Nacida en el barrio chancayano de la Magdalena, María se había quedado sin padre, el que le dio la vida, pues éste prefirió irse a vivir con la adivinadora del pueblo, Agata, a la que su madre con razón prefería nombrar como la bruja maldita. Hasta que un día decidieron entre ambas la muerte del padre sin sepultarlo, acostumbrándose María a responder que era huérfana ante cualquier pregunta acerca de su progenitor, a pesar que quien atisbara por detrás sus persianas o cortinas después de la medianoche, podía verlo paseándose del brazo con la susodicha vestida más de puta que de maga, como secreteaban las comadres con la madre de María. A lo que está respondía con suma seguridad: La putamaga es capaz de pasearse con cualquier mal espíritu que invoque, por qué no se va a pasear con el de mi difunto marido.
Tanto va el cántaro al agua, dirían más adelante las mismas comadres, cuando secretamente se enteraron que María había quedado encinta de Jesús, la que para ese entonces ya tenía padrastro judío, quien había desposado a la viuda en matrimonio católico celebrado, como era de esperarse, por el padre Jesús. En realidad la noticia se hizo evidente cuando intempestivamente el judío y su consorte decidieron enviar a María a España para visitar a su hermano, el que supuestamente estaba siguiendo importantes estudios en la entonces Universidad Central de Madrid. Ella pudo ocultar su embarazo por cinco largos meses dado a que era flaquita, ay hijo no te imaginas la silueta que tenía, dice, para luego tratar de convencernos que veinticinco años después prosigue igualitita. Luego de ese primer lapso la barriga era ya inocultable.
Mas lo triste de la historia es que el padre Jesús no quería deshacerse de sus deberes como servidor de Dios y cuando sopesó entre ser padre de verdad o padre católico, el fiel de la balanza se inclinó para lo sagrado antes que para lo terrenal, pues la verdad es que el hombre no sabía hacer mejor otra cosa que la misa, las confesiones y dirigir las reuniones de Acción Católica. De qué iban a vivir.
El padre Jesús confesó su terrible pecado al prior de la parroquia de Chancay y éste lo hizo salir del confesionario para, paseándose por la plaza de armas del pueblo al mismo momento que el difunto padre de María lo hacía con la putamaga, decirle al mozallón: Mirad, no seáis cojudo, que el amor no os va dar que comer; aquí donde me veis yo ya me voy por mi quinto crío, pero la parroquia no la dejo ni de a vainas, porque de dónde saldrían las judías para los marranitos, ¡cinco son los que he procreado, hombre! Que te lo digo yo. Y a otra cosa mariposa.
Jesús decidió entonces volver a su natal Sevilla. Lió bártulos sin decirle una palabra a la pobre María y tomó las de Villadiego. Dejó una secreta misiva, hecha llegar a María con el prior luego de su veloz partida, en la cual prometía no olvidar jamás a su amada y retornar apenas la situación se lo permitiera. Hablaba de sus queridos padres, que quién les iba a mantener, que sobre él habían cifrado sus últimas esperanzas los pobres ancianitos. Pero no mencionó para nada a su futuro vástago.
Es lógico pensar que nuestra María no se quedó quieta en Madrid dándose de inmediato, apenas pudo (y esto fue cuando la pequeña Verónica vino al mundo) un salto a Sevilla. Allí no halló ni el polvo de su Jesús y todos los clérigos desconocieron su existencia, sin distinción de jerarquías. Ni los sacristanes osaron abrir la boca al respecto. No era para menos; se vivía la época del generalísimo Franco y los falangistas con el apoyo espiritual del Opus Dei gobernaban con dureza España esgrimiendo la cruz y la espada.
***
A María no le quedó otra cosa que retornar primero a Lima y luego, ya entonada, se presentó ante su madre porque había decidido vivir con su hija contra toda oposición, volviendo a su Chancay natal. Pero eso sí, le dijo su madre, dirás que el crío es hijo de tu hermano, así me lo hagas quedar mal al pobrecito, tan solo allá quemándose las pestañas para poder ayudarte cuando yo y tu padre, el que nos mantiene, hayamos tenido que dejar este mundo cruel y traicionero.
María se reía para sus adentros, sin atreverse a contar a su madre que su querido hijito vivía de tasca en tasca sin importarle un bledo sus estudios. Un golpe más al de ser abuela de hijo de cura y la vieja mancaba. De manera que se fue con su sobrinita a vivir en el pacato pueblo donde conociera al cura de sus amores y nunca supo por qué, pero nadie se admiró de ver crecer a la chica diciéndole mamá a la tía. Y así transcurrieron veintitrés largos años de virginidad para María y su Verónica, sin que al cruzárseles un hombre guapo en el camino ellas pusieran de inmediato contra y se cambiaran de calle desandando el camino emprendido.
Todo hubiera seguido su mismo curso de no haber surgido unos leves y casi secretos toqueteos medianocheros en la ventana de las dos vírgenes que las sobresaltó de sobremanera. Abrazadas madre e hija atisbaron por entre las raídas cortinas dándose con el rostro de una dama vecina, ferviente católica ella, pero cónyuge de un árabe musulmán converso que inclusive había hecho bautizar a todos sus hijos, y nada menos por el ya olvidado padre Jesús, quien hasta llegó a apadrinar al primogénito de la familia. Era de él, del padre Jesús, de quien traía noticias, y sin tener conocimiento que la joven Verónica pensaba a su padre tan difunto como a su abuelo materno, soltó de sopetón que en su reciente visita a España ella y su esposo el árabe se habían dado un salto por Sevilla para buscar que encontrar a su compadre. Luego de muchas indagaciones y de jugosas donaciones a varias parroquias lograron dar con su paradero en la villa de Utrera, ubicada a orillas del Guadalquivir. El encuentro fue bastante emocionante y las remembranzas del puerto peruano de Chancay no se hicieron esperar, por supuesto que ligadas a mutuos amigos, hasta que la mujer del árabe le soltó de sopetón de cómo había visto crecer "huérfana" de padre a la pequeña Verónica, hoy toda una señorita. Jesús lloró sus culpas y se comprometió a visitar a su hija, pero antes deseaba hablar con ella, que le telefonease, pues se moría de vergüenza de sólo pensar en ser rechazado. A la comadre peruana se le subió el indio y le dijo que más vergüenza debería darle el haber abandonado a esa criatura que había crecido sin padre y tan huraña como la madre, que ambas huían despavoridas de los hombres y que si bien vivían en una buena casa y tenían hasta su automóvil, una camioneta para ser más claros, donde la mujer repartía víveres por todo el norte chico, el abandono del interior de la casa era terrible, pues no recibían a ningún cristiano de visita, salvo a una prima lejana que solía llegar a veranear en el puerto todos los meses de marzo de cada año, una reportera de televisión más o menos afamada que era supermetiche.
Madre e hija se soplaron toda la historia de medianoche dada por la vecina que incluía la descripción pormenorizada de los banquetazos que tuvieron que invitarle al cura, quien accedió a irse con ellos a Sevilla, hasta lograr por esos medios sacarle una promesa de visita y su teléfono privado, para que primero le llamase su hija invitándolo a venir al Perú.
Las dos mujeres ni pestañearon al escuchar la larga historia que terminó con la entrega del papelito con el teléfono y la dirección de Jesús y apenas se fue la inusitada visitante nocturna, terminaron por ir a acostarse sin hacer el mínimo comentario. Pero a María esa noche de principios de diciembre del 97 se le movieron los conchos y en vez de tirar el papel que anunciaba la resurrección de Jesús, optó por guardarlo en el cajoncito de su mesa de noche, en un pequeño cofre de madera donde escondía secretamente la foto del otro falso fallecido, su padre.
***
Como en todos los años, ese marzo de 1999 arribó la lenguaraz reportera Daniela al puerto de Chancay, y buscando fósforos para fumarse un cigarrillo que la acompañase a hacer sus necesidades matutinas al baño, se dio con la foto del cura Jesús, al que por supuesto conocía de muchacho, ya hecho un cincuentón y fotografiado delante de una iglesuca que no era la de Chancay, a no dudarlo. A la hora de desayunar le espetó de sopetón la pregunta a María y al notarla dubitativa le dijo: Ya, no te me hagas la cojudona y dime como es que tienes esa foto del Jesús en tu mesa de noche. Más aliviada ante la evidencia María confesó lo relatado por la mujer del árabe. Esto no lo puedes dejar así no más, hija, la conminó la reportera y de inmediato empezó a trazar planes para que la Verónica, que justo en esos momentos llegaba de la playa, telefoneara a su padre, que ella ponía a su disposición el teléfono de la televisora, que en las noches era recontrafácil hacerlo porque ella era requeteamiga de una de las dueñas. Quedaron en que primero Daniela llamaría al hombre para ver si aceptaba hablar con su hija, porque ésta se moriría de pena si su padre se negaba a conversar con ella.
Así fue. De manera que a principios de abril Verónica se enfrentó a la voz de Jesús y se hablaron entre sollozos y risas, quedando en que para agosto él saldría de vacaciones y se vendría al Perú para no solamente conocerla sino entregarle todo el amor que le tenía guardado. La joven le dio su número telefónico y las llamadas se hicieron primero semanales, luego interdiarias hasta convertirse en casi cotidianas. El mes de agosto se iba acercando y la casa de Chancay heredada por ambas del abuelo judío transformándose hasta el extremo de reabrir habitaciones que habían permanecido cerradas durante años, una de ellas supuestamente el dormitorio nupcial. Entonces surgió por primera vez una discrepancia entre madre e hija: Verónica se opuso tenazmente a la adquisición de una cama de dos plazas y media para ese cuarto, que con una de plaza y media bastaba, ni que su papá fuera tan gordo. María prefirió callar y otorgar; más que recuperar un marido ella lo que quería era darle la felicidad de un padre único y verdadero a su hija.
La fecha de arribo del padre Jesús al Perú fue fijada para el trece de agosto. Pero como dice el dicho, el hombre propone y Dios dispone. De manera que un par de días antes de su viaje Jesús llamó a su hija para decirle que acababa de fallecer una tía suya, hermana de su madre, el último de los parientes que le quedaba, y que tendría que postergar su visita por ello. A verónica le sobrevino un ataque de nervios, una pataleta que ni de niña la tuvo, y por poco destroza todos los arreglos y refacciones de la casa, de no haberse sentido en la medianoche de ese día un toqueteo en la ventana: era la mujer del árabe que había escuchado la rabieta y venía a corroborar la existencia, en todo caso pasada, de la tía del cura. Pero Verónica ya no quería saber nada de ese hombre, para ella había muerto, total si lo único que tenía grabado en su mente era su voz, el resto no le importaba.
María corrió donde Daniela para rogarle hiciera una llamada al cura para aclarar las cosas. Hablaron por primera vez con total independencia y entonces ella supo que este hombre era el único e irremplazable amor de su vida. El también se emocionó y quedaron en que para diciembre sin falta vendría a Lima, que mientras tanto iba a atiborrar a su hija con cartas de contrito perdón.
Se fijó la fecha para el 24 de diciembre. Arribó Jesús a las doce del día y María y Daniela estaban ya en el aeropuerto desde una hora antes, estirando las cabezas, empinadas todo el tiempo, tratando de ubicar, foto en mano, al esperado visitante. Casito se les pasa ese cincuentón coloradote, medio calvo y con anteojos oscuros para el sol, vistiendo elegante ropa sport. Lo pescaron totalmente desprevenido, arrancándolo de las manos de unos taxistas que habían cogido sus maletas para llevarlo sabe Dios a dónde.
Daniela se había conseguido una camioneta de la televisora y los llevó de frente a su casa de Miraflores, un departamento ubicado en el piso trece del malecón 28 de Julio, justo frente al azul mar Pacífico. Sirvió cervezas heladitas en su terraza que daba justo frente al mar y comieron cebiche y mariscos a más no poder. Como ella tenía que hacer en el canal de televisión, salió un rato y dejo a la pareja esperando la bella puesta de sol. Cuando él intentó tomarle la mano ante tan bello espectáculo, ella le dijo que le había prometido a su hija no tener nada con él. Jesús le contestó que sólo quería tocar su mano, que el resto no importaba. En esas estaban cuando retornó Daniela acompañada por el chofer de la camioneta del canal, quien cargó con las maletas del cura mientras ella los empujaba a salir a toda prisa. Antes de que pudieran abrir la boca ya los tenía instalados en un bello hotelito frente al mar, con aire acondicionado y todo los demás, producto de un aviso de canje de la televisora. Sendos chilcanos de pisco aligeraron las cosas. María confiesa que fue como la primera vez, él eyaculando como el gallo y ella cerradita como una virgen, y que gracias a unos siguientes chilcanos de chuchuhuasi pudieron repetir el plato con mayor tranquilidad. A las diez en punto de la noche la camioneta cuatro por cuatro vino por ellos, cuando terminaban su tercer encontronazo. Daniela los embarcó velozmente y cinco minutos antes de las doce, justo para el nacimiento del otro Jesús, Jesús llegó para saludar a su hija veinticuatro años después. Mientras padre e hija se besaban emocionados, Daniela apareció no se sabe de donde y le dio un pañuelo a Verónica, diciéndole, seca el rostro de tu padre. Ella lo secó y su rostro quedó grabado en el pañuelo. María había encendido el televisor para esperar la señal de las doce en punto. Se asombró de ver algo parecido a su casa registrándose en la imagen del principal canal del país, pero entre lágrimas no sabía bien lo que veía. Lo que sí no dudó en reconocer, fue la voz de Daniela contando el final feliz de su reportaje mientras aparecían escenas superpuestas de su íntimo reencuentro con Jesús, quien al sonar las doce campanadas dio un salto de júbilo y abrazó a su mujer, María, gritando: ¡mandaré todo a la mierda y nos casaremos! Mujer, he aquí a tu esposo, hija, he aquí a tu padre. Y se hizo el gran milagro de la última Navidad del siglo veinte.
María secó su último vaso de cerveza y me invitó, si quería, a tomarnos un par de vasos de vino en su casa. Llegamos y ella me presentó a Jesús, un español coloradote y casi con triple tonsura por la calva que lucía. Pasé a la casa y no tuvieron tiempo de cerrar del todo su dormitorio, donde como cabecera el tálamo nupcial lucía algo así como un pequeño altar y lo que en un comienzo me pareciera un raro ropero, era nada menos que un confesionario. Cuando la hija bajó las escaleras vestida de monja casi me caigo de espaldas, pero un ritmo a popurri me recordó que justo estábamos en carnavales.
Pinta de mago de circo barato (Pampas, 1973-Lima, 2002) Volver al Menú
Estaba allí sentado el hombre flaco sobre dos colchones listados de azul y rojo, al lado de un baúl antiguo con una maleta encima. Tenía la pinta de un mago de circo barato, de un circo como los que Marga contara la noche anterior solían llegar a Pampas: apenas tres artistas haciendo de todo y nada. El pálpito casi resultó, pues el hombre flaquito de bigotillos rompió intempestivamente, apenas al vernos, un sobre que prometió sacar después íntegro de uno de sus bolsillos, y que después de ese después nos dijo estaba dirigido a su esposa. Ahí empezó la otra historia.
Pero antes hizo un truco con una moneda a la cual le exprimió agua, no sé cómo, tal vez fuera sólo un escupitajo disimulado. Enseguida, recurrió a la vieja artimaña de escabullir la moneda por entre una de las mangas de su viejo saco y luego simular que la encontraba tras de mi oreja.
Como para sacarnos del aburrimiento y disimulando sus fracasos mágicos, inició el relato de su amancebamiento, el servinacuy de cuatro meses viviendo con una mujer de su casa, sin asomarse siquiera a la puerta. Confesaba que por ello sus padres, sus hermanos, su familia entera deseaba verlo muerto y frente a ello concursó para chofer de un carro con timón a la derecha, p4ese a sui cojera en el pie izquierdo. Se refirió a las cuatro sillas viejas reparadas por él clavando con una piedra algunas estacas, a los cuatro tenedores de tres dientes que le regalaron, a la mesa que no poseía para pararle la comida a la concubina.
Con timón a la derecha y todo, ganó el concurso, aunque casi se rompe su felicidad cuando a los pocos meses primero le bajaron el sueldo y luego se quedó un mes sin chambear. Por suerte tenía su cuartito donde los muchachos iban a pasar sus buenos ratos y para desfogarse de tanta mierda escribían en las paredes lo que se les antojara con un grueso plumón, se trepaban por una escalera de mano y ponían: EL PODER NACE DEL FUSIL FELIZ ADAN QUE NO TUVO SUEGRA CRISTO ES LA REDENCIóN; en fin, aquello sobre lo cual cada uno creía y pensaba como le daba su regalada gana.
Enseguida pasaba a contar que había sido hasta torero, cojinova como era, aunque le fallase a veces la pata bolchevique. Y te mostraba entonces la cicatriz en la espalda, producto de ese aciago día en que lo hizo volar el toro y sintió de a de veras el frío de la muerte muy cerca. De inmediato, para alegrarnos, porque no valía la pena estar charlando toda la noche de la parca, nos mostraba distintas fotos de ricas hembras calatas diciendo que eran de su mujer, de la cual se había separado no se sabía ya hace cuánto tiempo empujado por su orgullosa familia, pero se notaba el dolor incrustado aún en el alma. No nos dejaba hablar, pues pasaba a reírse a carcajadas al recontarnos lo de las pintas en su cuarto, y se enfurecía por no recordar las frases, tratando de rememorar sobre algo como LA LUCHA DE LOS PUEBLOS FORJA LA HISTORIA, dándole vueltas y revueltas a la bendita sentencia.
Hasta que se animó al fin y desdoblando su vieja billetera --de donde primero cayó una estampa de la Virgen del Carmen que ofuscó al viejo bolchevique, chofer de carro con timón a la derecha--, del último pliegue de la cartera hizo asomar la foto de una paisanita, una chola de polleras y atado a la espalda, de lliclla indígena, la que lo llevó a la miseria y al desheredamiento paternal, la que lo hizo chofer y cantante de tangos: Esta noche me emborracho bien/ me mamo bien mamao/ pa´ no llorar..., para olvidar". Lo dejamos moqueando, besando la foto de su india, cuando sus hermanos vinieron a sacarnos con engaños cargando una damajuana de aguardiente que adrede olvidarían, porque lo único que querían era dejarlo que se mate sólo, si no, no hubieran olvidado ese botellón de mala caña para que se emborrachara hasta reventar y al día siguiente, como por arte de magia, bien vestido, afeitado y limpio lo encontráramos tirado en el lujoso e iluminado ataúd rodeado por toda su familia contrita y vestida de riguroso luto al lado de la capilla ardiente (él que se iluminaba con lamparines y hasta con velas), al centro de la sala de la gran mansión vetada para su ingreso durante veinte años. En medio de nuestra tremenda resaca tuvimos el valor de eludir el nefando espectáculo y nos desaparecimos, mi amigo el lugareño y yo, a darle el pésame y a consolar a la viuda polleruda con una buena botella de cañita antes de partir de retorno a la capital.
Un grito en el balneario (Lima 1976-2002) Volver al Menú
Todo se trastocó en el balneario apenas a nuestra llegada. El tercer piso esquinero al medio del edificio de cinco plantas hecho para veranear, aparecía aquel invierno carcomido por lacras verdosas, producto de su cercanía al mar y del olvido de quienes lo acicalaban cuando venían a aposentarse en sus recintos al arribo del sol a las playas. Por ello es que en esta época soledosa retornaban a su habitual conducta quienes en la de gran gentío vivían introvertidos gracias a las propinas burguesas, así como a su autoridad que mandaba, jodía, suspendía, despedía no sólo a ellos sino a sus familiares servidores de limpieza, cocina, jardinería, guardianía, gasfitería, electricidad, mecánica, carpintería, alcahuetería y otros oficios.
A ella fue a la que se le antojó ir allí, porque siempre fueron los fines de semana sus mejores días, especialmente cuando por aquel tiempo ya se le daba por ser una mujer de mar, igual como su padre y su abuelo, según solía relatar entusiasmada. Aunque nuestras estadías, eran en la práctica más de cama que de nada, dado el frío invernal y las ganas de mantener en secreto nuestra fugaz relación.
Llegábamos sin muchos bártulos y con menos bulla a ese primer gran edificio levantado en el balneario, a pesar de ser por esos días los únicos inquilinos en habitarlo, pues hasta las inesperadas marejadas hacían remecer el primer piso de la mole haciéndome temblar a mí, a quien siempre persiguieron las pesadillas de maremotos insólitos e inesperados.
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Convergencia de filas de bares y restaurantes antagónicos, la esquina del edificio atraía reyertas guardadas entre oficios que siempre supieron sacar de los veraneantes las ventajas de la principal ley de la economía de mercado: la corta oferta estial frente a su excesiva demanda.
Por ello los siete u ocho meses de ganancias mayores entre pescadores y obreros municipales, habían separado sus bebeciones en distintos bares. En una quinta porteña antigua de madera, iluminando en plena noche de sábado chico el silencio oscuro de las barracas, los chalaneros y buzos, vistos mermados sus ingresos, escanciaban botellines de pisco o coñac barato. Los obreros municipales, al lado del mercado nuevo, realmente un mercadillo, de los botellines recogidos al oficiar su ocupación de barrenderos, fraguaban brindis extranjeros con alcohol puro de caña rebajado. Salvo cuando por algún festejo especial los unos se agenciaban de una buena olla de parihuela con sus cervezas Pilsen blancas o los otros se hacían de un suculento caldo de carnero con sus cervezas negras Polar.
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A las tres o cuatro de la madrugada, trastabillantes, la falsaria botellita en mano –una con pisco, la otra con cañita serrana--, las mismas angustias, el casi idéntico ronronear de penas, hacían casi inevitable que la esquina arista de la construcción más moderna del balneario, lugar de jugosas cosechas veraniegas, abriera en los pechos la ambición de mejores esperanzas y rompiera en pugilatos de swing, upercats, directos y ganchos fallidos y faltos de puntería. Este cruce inevitable se daba porque los barredores habitaban las barracas y los pescadores los conventillos del otro lado del mercadillo.
Pero este fin de semana, cuando estaban a punto de la consabida disputa con sus epítetos de serrano de mierda intercambiados por negro pestífero sólo para iniciar la reyerta, los detuvo un grito agudo y lastimero, como de un alma en pena, les pareció al comienzo, para luego identificarlo como el auxiliante quejido de una mujer a punto de ser violada, y el eco de la vaciedad del balneario los llevaba de aquí para allá, de la playa a los pasadizos, de la otra playa del balneario a la plaza principal del pequeño distrito, iban y venían juntos, olvidando sus rencillas se aunaron en cuadrillas que se hicieron de teas, encendieron fogatas hasta que el silencio volviera a reinar. Al llegar amaneciendo a sus casas revisaban los lechos nupciales, las camas de hijas, sobrinas, nueras.
Esto duró como tres o cuatro semanas y terminó por hermanarlos, por aunarlos ante el grito de la violada, por crear amistades, juntar familias, darse cuenta que al fin y al cabo los peligros nocturnos eran los mismos para todos, así como sus tribulaciones y sus pobreza.
Nosotros, que llegábamos cuando ellos estaban en el bar y nos íbamos después que ellos retornaban tambaleantes a sus casas, sólo optábamos por reírnos, pues ella era incapaz de retener los terribles gritos orgásmicos y creo que fue por eso de lo efímero de nuestra relación, porque resultó ser una mujer multiorgásmica y la verdad es que ya no nos quedaban más balnearios en Lima donde hacer llegar la leyenda del grito de la mujer violada de madrugada en la playa. Sólo que en éste sirvió para crear la leyenda de Sarita Virreina, la santa prohibida catorce veces violada en invernales noches y cuyos gritos jamás se dejaron de escuchar siempre en la misma época cada año. Aunque puedo jurar que en los siguientes ya no era yo el generador de aquellos felices aullidos femeninos. Quién sería, pues.
Un novio que tenía sombrero (Lima, 2004-2005) Volver al Menú
Sí. Es cierto. Yo tuve un novio que tenía sombrero. Y lo llevaba puesto hasta llegar a la puerta de mi casa, ese caserón situado en aquella calle por donde antes transitaban los tranvías por lo costados, de ida y vuelta, y cuya pista central estaba flanqueada por enormes filas de ficus que formaban un túnel. Mi admirador arribaba a eso de las seis de la tarde, cuando empezaba a caer la tarde en Barranco, el bucólico distrito / balneario del sur limeño, pletórico de encanto hasta más no poder. En ese caserón habitaba con mi madre viuda de un militar, mi padre, al cual apenas si conocí de niña, un generalote que nos había legado una pensión decente para vivir gracias a su cesantía y a la casona donde mi madre daba pensión sólo a mujeres solteras, de preferencia maduronas. Ellas ingresaban por la puerta de servicio, por supuesto que mejorada cien por ciento, porque eso sí, a mi madre no le gustaba ofender a sus pensionistas. Salvo a mí. Y con razón, porque de ser inteligente, lo soy, y de ser aplicada en lo que me empeño, lo soy, pero con alma de veleta, de díscola, como ella solía decirme con apenas su primaria completa, que para sus tiempos había sido un orgullo. Yo sí ingresé a la universidad y no sólo a una: a tres, porque me paraba cambiando de carrera o se me daba por aprender idiomas: inglés, francés, alemán, italiano, todo picoteado, pues nunca terminaba nada de nada. O me metía a la repostería, a la culinaria, al bordado, al tejido, a la artesanía, a la pintura, a la escultura, a la música. Como les repito, todo picoteado.
Pero el hombre del sombrero fue el único pretendiente que tuve. No es que no me gustaran los hombres, pero me moría de la risa cuando se me acercaban y perdía los estribos. Sería tal vez por ese cosquilleo que recorría todo el cuerpo al oler a macho y que terminaba por mojarme la entrepierna. Por eso sería que les hacía desplantes, porque les tenía más que miedo, ¡pavor! Claro que con el hombre del sombrero fue diferente. Él se me acercó despacio, poco a poco. En realidad demoró como un mes en hacerlo. Yo lo veía al principio parado en la esquina después de haberse metido por cinco minutos a la taberna del italiano de la acera de en frente para sorber de un solo trago ese pisco acholado que después supe le encantaba. Y digo un mes porque justo fue ese tiempo el que se demoró en acercarse, so pretexto de preguntar por las habitaciones que alquilaba mi madre. Como siempre, a mí se me empezó a mojar la entrepierna cuando se aproximo descubriéndose caballerosamente la cabeza: pude saber entonces que se peinaba para atrás, que llevaba un bigote bien recortado, que era alto, delgado pero fornido, que olía a limpio pero usaba brillantina en el pelo, lo que hizo que se me fueran secando las ganas. Me llevaba justo diez años, porque me acuerdo que en el diciembre pasado había cumplido mis veintiuno, edad con que los hombres alcanzaban la mayoría de edad y lograban su libreta electoral. Las mujeres todavía no votábamos en el Perú. Eso sería mucho después, cuando ya habían desaparecido los tranvías. Él se venía desde el centro de Lima hasta mi casa en tranvía y es ahí donde me había visto –así me lo confesó—por primera vez: yo recuerdo que así fue, pues hasta me quiso ceder el asiento, pero una vieja me hizo de lado y se sentó. En realidad siempre prefería viajar de pie, para no arrugar mis faldas, que tanto me costaba plancharlas y porque a veces sentía que alguien me rozaba por detrás y se me venía la mojadera.
Sus visitas eran diarias, menos los días domingos, porque tenía que visitar a su madre enferma en un hospital. Después en que supe que ese hospital era el Víctor Lacro Herrera, es decir, el manicomio. Total, mi madre también andaba de psiquiatra en psiquiatra, por aquello de su prematura viudez. Supe también que su madre se había vuelto loca cuando un día, después de que a su marido le dieron los diablos azules y lo boto de la casa pues la había medio destrozado, éste no retornó nunca más y le contaron que transitaba por unas oscuras calles de los barrios altos rodeado de asiduos bebedores –así dice que decía su madre, la mía hubiera dicho simplemente una sarta de borrachos malparidos--. Para contarme esas cosas esperaba los sábados, cuando se venía vestido de traje deportivo, sport que lo llaman.
Sus visitas de todos los días eran a partir de las seis de la tarde, cuando venía de cuadrar su caja del periódico donde trabajaba como cajero. Llegaba un cuarto de hora antes, se acodaba en el mostrador del bar del italiano de frente a mi casa, se echaba primero una copa y luego hasta una mulita de pisco y me venía a ver con su sombrero puesto. Al principio se paraba en la verja de entrada, luego pasamos al patio delantero donde teníamos un palto y arbusto de floripondios. Demoró más de un mes en darme el primer beso en la mejilla y otro tanto en tomarme normalmente de la mano. Mi madre, cansada de parar olisqueando por entre las cortinas de la sala o del comedor, un día nos dijo: oigan, esta es una casa decente para andarse con arrumacos por los jardines; mejor preséntame al señor y desde mañana pueden sentarse en el hall; pero eso sí, sólo hasta las nueve. Acuérdense que las paredes tienen oídos y hasta ojos. Entonces se dio media vuelta no si antes hacer un acto gracioso como de torero para señalar que ya podíamos pasar.
En realidad él nunca, ni en el jardincito ni en la entrada, había ido más allá de unos cuantos besos secos. La intimidad de la casa, al parecer, le hizo recordar que tenía saliva en la boca y una lengua capaz de retorcerse como contorsionista de circo. Empezó a traer una bolsa de pan y yo le metía jamonada con mantequilla y le hacía una combinación de jugo de plátano con leche denominada milkshake. Los sábados traía unas empanaditas de queso que eran una delicia. Los ojos y los oídos de las paredes se fueron borrando al percatarse que con ese hombre las cosas no podrían pasar de algunos besos cada hora: al llegar, a las seis, al dar las siete campanadas el reloj, al marcar las ocho y a la hora de despedida. Así transcurrieron varios años, sin que yo conociera siquiera la fachada de su casa, ni pensar su calle, su barrio. Sólo conocía que habitaba en Lince. Cuando se me dio por estudiar inglés en el británico de Miraflores, me iba a buscar a las seis y ya había descubierto una cantinita en la calle Bellavista donde abrevar su mulita de pisco.
Una vez lo llevé a pasear por el malecón Balta de Miraflores, ese que está junto a la bajada a los baños donde queda el club Terrazas. Nos sentamos en una plazoletita solitaria y oscurecida por los frondosos árboles y él se atrevió a tocarme las piernas, pues yo estaba con una falda plisada de esas escocesas y con medias rojas de las llamadas Mary Popins, por lo de la película. De inmediato le abrí la bragueta, lo que se me hizo difícil porque el muy bobalicón llevaba botones en vez de un moderno cierre. El calzón me lo tuve que quitar yo misma y no sabía cómo hacer para montármelo, pues permanecía callado, como casi siempre –salvo los sábados de sport--, así que optamos por hacer uso de las manos: yo se la corría y él a mí mientras íbamos besándonos. En realidad resultó bastante cómodo, de manera que adoptamos ese sistema hasta en la casa y sólo los sábados hacíamos una variante, pues mi madre se iba al cine con sus dos inquilinas, a la vermouth, y nosotros cambiábamos las manos por la boca y las lenguas, sesentinueve que le dicen. Yo siempre andaba premunida de un frasco de colonia por eso de los olores del esperma.
Bajo estas circunstancias habían transcurrido ya diez años. Y un día de esos tuvimos una pelea madre con mi mamá. Ella quería que me case, que no podía yo vivir así con un hombre que ya era un cuarentón y que nada me decía de nada, que necesitaba hacerme de un futuro y que ella estaba muy cansada de estarse rompiendo los lomos para nada, que ya estaba vieja y que quería estar sola sus últimos años. Que aunque sea nos fuéramos a vivir juntos, que ya no le importaba siquiera los del matrimonio de blanco, que bien que estaríamos haciendo cochinada y media, que a ella no la engañaba nadie, que el olor a esperma era lo que rezumaba mi cuerpo todo el día, que no se imaginaba ni por acá cómo no había salido encinta...
El campanario del reloj de la casa junto con el de la iglesia dio las seis justo cuando esa larga perorata materna tomaba visos amenazantes y justo cuando el fulano se asomaba a la puerta, Trate de deshacerme de la hosquedad de mi madre y salí tras él, que había dejado la bolsa de pan colgada de la puertita de ingreso al zaguán. Oscurecía en la avenida Chorrillos. Un tranvía acoplado, largo, interminable, se cruzó en mi delante. Luego desapareció. El tipo desapareció. Por supuesto que lo busque en el distrito de Lince, pero el nombre de la calle que me había dado no existía y nunca hubo un cajero con su nombre en el periódico donde me aseguró trabajaba. Fueron años de búsqueda infructuosa. Acabo de cumplir los cincuenticinco. Ya no hay tranvías ni cosa parecida. Las calles están muy bien iluminadas. Mi madre acaba de fallecer. Habíamos seguido conviviendo con ella en una fría paz, pues yo me hice de un negocito de diseñar y mandar hacer cositas de madera que vendía al llegar las grandes fiestas: navidad, día de la madre, fiestas patrias, octubre limeño, etc.
Paseando el malecón del fondo, ese al que se llega entrando por Picelli, donde el fulano iba tomarse las mulitas de pisco, noté que lo habían pelado de unas altas enredaderas y ahora se dejaban ver claramente los acantilados. Saco mi mulita pisquera y me soplo un traguito. Aguaito al fondo y colgado de un viejo cactus observo al inolvidable sombrero. Llamé a los bomberos. Ahoritita están sacando los restos del esqueleto que permaneciera allí escondido durante quince años. Sus dedos aprietan una botella de pisco y otras tantas lo acompañan a su alrededor. Ah, hubo algo extraño, para su identificación por el ADN cotejaron los cabellos encontrados en el sombrero con extractos de sus huesos y el cadáver pasaba de sobra los cien años. ¿Raro no? Lo que es yo, prefiero quedarme calladita. La llamada la hice de incógnito.