Maynor Freyre - Textos Libros
Par de Sátrapas - [ Libro - Completo ]

Par de sátrapas   [ Lectura completa ]


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Par de sátrapas

Maynor Freyre

I

Su mujer lo despertó desesperada, había leído las primeras páginas de los periódicos que más que mostrárse las las enrostraba ante sus ojos que no terminaban de salir de la vigilia. So cojudo, escuchó a medias que le espetaba, cuándo vas a aprender a hacer las cosas como es debido. Yo me tiro un millón de dólares en tu maldita campaña, sacrificando los ahorros de toda mi vida y los negocios de mi familia para que tú candidatées a la Presidencia de la República, y el muy bestia, por tacaño, por ahorrarse unos putos cobres en impuestos de alcabala, la caga redondamente.

El hombre trató de taparse la cabeza con la almohada para no seguir oyéndola, pero ella se la arrancó de las manos antes de que lograra hacerlo y le tiró los periódicos por la cara. Chist, escucharon ambos desde el cuarto de sus hijos menores y un ya pues caramba viejos, desde el dormitorio de la hija mayor que se es taba preparando para el examen de ingreso a la Universidad Nacional de Ingeniería.

La mujercita, menuda, de ojos aún más saltones dada su ira, no siguió hablando por respeto a sus adorados hijos, pero permaneció parada frente al candidato con los brazos en jarras hecha todo un samurái femenino. El Ingeniero se desperezó, estaba cansado por el fuerte ritmo de la campaña infatigable que desarrollaba contra su opositor, el escribidor, pero no le quedó otra cosa que repasar los titulares de las primeras plan as de los diarios donde lo señalaban como evasor de impuestos con todas sus letras, sin eufemismos.

Con ese dejo japonés que le salía en los momentos de contenida cólera, le dijo suavemente, casi en secreto, estirándole ambos brazos flacos de nudosas venas, llámame a Charl i, él sabrá qué cosa aconsejarme, y domina tu cóle ra. La mujercita, entrecerrando el ojo izquierdo, sintió un alivio al escuchar nombrar al inteligente asesor de prensa, periodista, poeta y narra dor, cazurro como nadie para buscarle soluciones a lo imposible, más asiático que ellos en cuanto a sangre fría.

Vivía cerca, pues habían logrado conseguirle un departamento a un par de c uadras de la casa de los esposos niséi, de mane ra que en cuestión de unos cuantos minutos lo tuvo esperándolo en la sala, mientras el Ingeniero se daba un revitalizador y rápido duchaz o de agua fría sin realizar siquiera sus acostumbrados ejercicios – en verdad apenas un par de estiramientos para espantar la resaca del sueño-- mañaneros.

Lo invitó sin mayores preámbulos a pasar a su escritorio, en realidad la habitación del comedor de visitas cuya mesa era ahora de trabajo, donde se encontraban una serie de escuálidos expedientes debidamente catalogados conteniendo los proyectos más importantes a desarrollar dentro de cada una de las carteras ministeriales. Porque, eso sí, como buen matemático, el orden era una de sus pocas virtu des.

Charli, sonriente, le dijo que no se preocupara, aunque los malditos habían trabajado bien la denuncia al no haberla difundido ni por televisión ni por radio, sino sólo por algunos periódicos que resultaban ser los más serios y principales, pero que temprano había entrado en contacto con el doctor Montenegro. Por supuesto que el diario del gringo sacará cara por usted, Ingeniero, le aseguró, tranquilizándolo, pero que mejor era esperar a Montenegro, un asesor de primera, un hombre que donde ponía el ojo ponía la bala, que no por eso tenían que morirse de hambre, y palmeándole las espaldas tomó del braz o a ambos, al Ingeniero y a la Ingeniera, y se los llevó a la cocina informándoles de cómo su candidatura había crecido un par de puntos en las encuestas, cuestión de muñeca, ingeniero, de cómo sus antiguos am igos de militancia, apristas e izquierdistas, se habían comprometido ya a votar a su favor, sólo por llevarle la contra al escribidor, otrora hombre de izquierda y hasta amigo del barbudo Fidel, y hoy hombre de la derecha más retrógrada y recalcitrante, a pesar de su gran lucidez e innegable calidad narrativa.

Charli se colocó un mandilito adefesiero mientras sacaba del refrigerador carn es y tomates, y de un canasto escogía papas blancas y cebollas rojas e iba picándolo todo para volcarlo por turno sobre una sartén de bullente aceite. El exquisito olor del limeño lomo saltado llenaba ya todo el recinto cuando apareció la ingeniera trayendo al doctor ases or: peinaba con exacta raya al medio un cabello negro como el carbón que ya empezaba a ralearse por la frente y la coronilla; era de mediana estatura, aunque alto para el promedio peruano; vestía pulcramente a tan tempr anas horas, enternado pero de camisa deportiva, zapa tos lustradísimos, nariz respingada como olisqueando algo y la mirada esquiva tras unos lentes ovalados de grandes lunas.

Con mil disculpas y haciendo chistes sobre la poca calidad del chef, Charli realizó las presentaciones del caso. El ingeniero esbozó una sonrisa de agrado ante el serio personaje, cuya dureza se aligeraba al escuchar lo pausado y sugerente de su voz, cuasi sacerdotal, pero como todo sacerdote parecía repetir una letanía histriónicamente aprendida para reiterarla todos los domingos en misa. A la ingeniera, por el entrecerrar de su ojo izquierdo, pareció no caerle bien el personaje.

A pesar de tener un lugar reservado en la mesa de desayuno de diario, el doct or no probó bocado y apenas si se sirvió, con sus propias manos, del caño del lavadero, un vaso de agua que fue sorbiendo de a poquitos, como los oradores, y con voz sugerente iba casi susurrando su plan para contrarrestar a los inesperados cobradores de impuestos. Nada como antepone rle la fuerza de las armas de la forma más sutil: tenía pensado desarrollar desde un búnker la campaña del Ingeniero, nada me nos que el mismísimo local del Círculo Militar de la avenida Salaverry. Hoy era lunes y para el viernes lo estarían anunciando con bombos y platillos. Además que con Charli habían pensado en lanzar sus spots por televisión y radio, los medios menos comprometidos con la denuncia de la evasión, y especialmente contaban con un judío suministrador de vituallas para el Ejército, poseedor de un canal de segunda línea. Que no se olvidasen, les pidió, que él era un capitán retirado del Ejérc ito que tenía treinta compañeros de promoción en ejercicio de las armas aprestándose para ascender a coroneles, gente con mando efectivo de tropas.

La pareja de ingenieros intercambió una rápida mirada de intelig encia y el candidato indagó por los fondos, los de su campaña eran exiguos, el Presidente de la República en actividad había fundado un periódico y una revista para  apoyarlo y el presidente de la Cámara de Senadores del Parlamento de la República contaba con otro diario de poca mo nta, además de un par de emisoras de radio pichiruches y el Canal del Est ado, que casi nadie sintonizaba, hasta le había clausurado su espacio semanal.

El Doctor Asesor aconsejó tranquilidad, no en vano poseía la experiencia del régimen militar de los años setenta, cuando manejó el aparato de comunicación social, tan caro éste al programa d e la movilización social. Sólo que ahora se trataba de una fuerte sociedad transnacional que operaba en Colombia decidida a apoyarlo, por sup uesto que sin pedir nada, por el momento; si salían elegidos --por primera vez utilizó el plural al referirse al supuesto próximo Gobierno-- se vería cómo servirlos si pidieran algo. Habló de un argentino dueño de una pequeña agencia publicitaria pero de enorme tale nto, había trabajado en borrar el fracaso de los militares en la guerra de las Malvinas con bastante éxito ante tales circunstancias, pero que ahora en desgracia los gorilas ches prefirió venir al Perú a guardar un perfil bajo; el argentino colaboraría con Charli en el diseño de los spots y un psiquiatra desprestigiado por haber cometido un crimen en su consultorio, hombre de gran astucia, crearía el plan estratégico para desordenar la campaña del Escribidor, qu e si bien tenía un plan de trabajo adecuado para gobernar, también era dueño de una antipatía nata como político, cosa contra ria cuando la gente lo valorizaba como literato. Al despedirse aseguró u na reunión con militares de alto rango para muy en breve, y a mediodía deberían recorrer canales y radios para negar las imputaciones sobre el asunto de los impuestos, creando intriga acerca de una próxima noticia bomba. Él viajaba a Colombia para ver el asunto del financiamie nto con los empresarios y traería unos documentos para firmar. Que no se preocupara: Charli, el judío, el psiquiatra y el doc tor Corrochino, su brazo derecho en el Poder Judicial, estarían en todo momento a su lado, que si querían podían trasladarse a su estudio o mejor al consultorio del psiquiatra del cual nad ie se acordaba. De un maletín sacó media docena de teléfo nos celulares cifrados advirtiendo que de ahora en adelante sólo deberían comunicarse, sobre asuntos claves, por ese medio. Charli se fue acompañándolo, y --apenas salieron los visitantes-- el Ingeniero agarró de las manos a su menu da mujer y se puso a saltar dando vueltas en ronda, recordando sus tiempos de alumno de escuela fiscal en los Barrios Altos de Lima.

II

Los Barrios Altos. Su viejo barrio es el que ahora le traía dolores de cabeza. Cómo se había atrevido el muy maldito a ordenar esa barbarie donde hasta a niños había mandado a acribillar sin la mayor conmiseración. En cualquier otro sitio, hombre, menos en el ba rrio donde uno palomilló. Él había dado su autorización, pero no le dijeron nada sobre el futuro lugar de los hechos. Esto sí que era el colmo. Y eran unos pobres heladeros, claro que serranos, pero simples heladeros. Maldita sea, si el tipo se las traía. Y él hecho un huevón. El ingeniero más h uevón del mundo, porque a él nada menos le tocaba dar siempre la cara. Ant e la televisión, frente a las cámaras televisivas, fotográf icas y de video, al frente de los lenguaraces periodistas que todo lo querían saber al detalle, sobre todo los de la prensa extranjera. Y él siemp re tenía que enterarse por los periódicos, como esta maña na cuando su mujer otra vez se los había tirado por la cara diciéndole: ¡ahora somos hasta asesinos de nuestra vecindad! C laro que recurriría a lo de siempre, al consuelo de la parsimonia y de la inteligencia de Charli, quien otra vez lo salvaría del apuro. Pero algún día se sacaría el clavo. Como ahora con la Ingeniera a la que lanzó un lapo de los buenos para que no vuelva por la yapa. Total, a sus hijos ya los tenía en Estados Unidos, como siempre había soñado, que no se hiciera ahora la cojuda. Acaso no era ella la que lo aupaba para seguir trepando más arriba, como cuando lo hizo pactar con los ultras para alcan zar el rectorado de la Universidad Agraria, o como cuando lo llevó a la Presidencia de la Asamblea Nacional de Rectores de la Universidad Peruana, donde esos malditos académicos parecían saberlo todo, por eso ni los recibía en Palacio y qu e se siguieran muriendo de hambre, para lo que sabían, puros repetidores, aprendices de cosas de memoria, que Platón, que Marx, que Mao, que Keynes . Ahora quisiera verlos con una decena y media de muertos gracias a la locura del asesor. ¿No fue el otro loco, el Caballazo, quien se palomeó a cientos de terrucos en los penales de El Frontón y Lurigancho justo cuando se rea lizaba una reunión de los estados americanos en Lima? Dirán, eran terrucos. ¡Heladeros! El muy bestia. Y la mano que se largó justo sobre el ojo de la mujercita esta que ya lo tenía harto, que ni tirarse tranquilo a las modelos que le ponían había podido, porque la china atrás de él no más paraba. Peo r en momentos en que se conchababan contra él los milicos, que lo hacían levantarse tempranitito para mand arlo por aquí y por allá, para mantenerlo alejado de las cosas de Estado que la verdad le llegaban y poco que las entendía. También dio su autorización para las muertes de los presos por terrorismo en Castro Castro y las otras cárceles, pero pensó que lo iban a hacer por lo bajo, no con los familiares afuera desmayándose y toda la prensa rodeándolos. Pero los chicos estaban seguros en los Estados Unidos, estudiando en las mejores universida des, para que la Ingeniera no lo jodiese otra vez con lo de la ropa sucia, ésa que los japoneses donaron y que su hermana se encargó de vender cual ropavejera, porque esa cagada había que lavarla en casa.

III

La Ingeniera recibió a sus hijos para tomar el desayu no. Era época de vacaciones. Kei, la mujerci ta que se aprestaba a tentar su ingreso a la universidad; Ken , un adolescente juguetón que este año acababa su media y Kio, la más pequeña, que entrarí a al cuarto de secundaria. Los consoló diciéndoles lo difíc il que era postular a un cargo tan alto, ser presidente era algo bien bravo. A y, mami, dijo Kei, con que se hubiera quedado donde estaba. ¡Tan bien como nos encontrábamos! Pero tú... Al notar ese ojo izquierdo semicerrándose guardó silencio y luego empezó a besuquear y a cargar a su me nuda madre. Todos los chicos corrieron a atacarla a mimos en cargamontón. Conocían bien la ira de su progenitora y prefirieron hacerle honores al lomo saltado, preparado esa mañana por Charli, antes de marcharse a la playa. Claro que Kei llevaría su sombrilla y su silla para estudiar, aunque no se perdería por nada un chapuzón en el mar.

La Ingeniera retozó un rato con sus críos. Sabía que de alcanzar el sitial que pretendía éstos deberían irse del país, residir por fin en los ansiados Estad os Unidos. La época era verdaderamente negra, ófrica. Pese a ello estaba dispuesta a permanecer al lado de su hombre, para que no flaquease como cuando siendo presidente de los rectores universitarios se desapareció de puro miedo después de que la Policía se metió al campus de las tres principales universidades limeñas. Fue todo un papelón. Por suerte, este pueblo peruano tenía mala memoria. Ella, de haber sido hombre, se hubiera hecho el harakiri.

El ingeniero regresó antes del mediodía, deseaba tener un consej illo de familia y así se lo dijo. Ella preparó el ambiente para recibir al hermano y a la cuñada, al cuñado y a la hermana y a la madre de él y al padre de ella. Abrió el altarcillo con las cenizas del padre del Ingeniero frente al cual todos rezaron y luego se empezó a debatir la nueva situación. Los dos viejos se oponían con su silencio pero el hermano y el cuñado hablaron hasta que la dejaron mareada y al Ingeniero en babias. Había carta libre para que el doctor asesor y su equipo empezaran a funcionar. El padre de ella terminó por asentir ante la evidencia de las cifras en rojo. La madre se acercó a su nuera y la apretó fue rte, temblorosa. No temas, estaré siempre a su lado para alentarlo. Recién la soltó entonces, dando muestras de cierto sosiego.

IV

El local de la avenida Salaverry estaba totalmente embanderado, con unas banderitas triangulares que colgaban de cadenetas alternándose con globos blanquirrojos y regado de anfitrionas algo cholonas que te recibían hasta llegar al gran toldo exornado también, por supuesto, con los colores de la sangre derramada y de la paz que prometía el Ingeniero Candidato. Los periodistas se preguntaban, por Dios, cómo ha logrado entrar aquí el Chino, y como nunca, habían asistido personalmente directores de programas televisivos y radiales y los mandamases de diarios y revistas impresos. No era para menos, primero habían acusado al ingeniero de evadir impuestos y ahora salía dando su conferencia de prensa en pleno, en el mismito Círculo Militar, donde sólo tenían acceso en exclusividad, hasta hace poco, los cachacos. Y para colmo de males, él --que antes casi rogaba para que le publicaran o difundieran una gacetilla-- había recibido a los hombres de prensa c on el conminativo aviso de que si le preguntaban algo acerca de la irrebatible acusación sobre evasión de impuestos, suspendería la conferencia; tema único para interrogar sería el de su candidatura presidencial, sin nada de amarillaje, de preguntas acerca de su vida familiar o de asuntos particulares. Más bien desafiaba a debatir al escribidor, su contrinca nte, en cualquier tribuna, mejor si en la plaza pública, que allí sí se dirían los dos las cosas tal y cual son.

Aunque no se vio un solo uniforme militar a lo largo de la rueda de prensa, esos cortes de pelo tan altos, casi al ras de la nuca, los evidenciaban y por la edad no deberían bajar del rango de coroneles. Así lo iba ano tando en voz baja el mismísimo Cesáreo Hildrec h, el más agudo y perspicaz de los periodistas, hombre alto, gordo y remolón, siempre mascando algo, galletitas que sacaba de los múltiples bolsillos de su terno siempre oscuro, a quien no se le pas aba nada por alto. Ampayó nada menos que a l os comandantes generales de las tres Fuerzas Armadas, amparados en ajustados ternos y enmascarados con lentes oscuros, observando --drinksen mano-- el transcurso de los acontecimientos.

Otros sagaces cazanoticias se percataron de la presen cia de camarógrafos y fotógrafos desconocidos entre quienes cubrían las noticias políticas en Lima, los cuales muchas vec es enfocaban al público antes que a la mesa de honor. Gente de inteligencia, por supuesto.

El ingeniero cambió hasta su manera de andar: había adoptado esa caminada que nos enseñaban a los civiles en los cursos de premilitar de la secundaria; el pecho saliente, los hombros levantados, la cabeza erguida. Daba los pasos casi sin doblar las rodillas. Y no se dejó apabullar por los preguntantes, pues iba señalando con el dedo índice a quién le tocaba interrogar obligándolo a dar su nombre y el del medio informativo pa ra el cual trabajaba. Se notaba a la legua que lo habían instruido, más bien diríase adies trado.

Al día siguiente, todos se olvidaron de la evasión tributaria de l Ingeniero Candidato y por supuesto que la noticia de primera plana fue el gran desafío lanzado por quien antes rehuía hablar hasta con el más insignificante reportero y sólo admitía entrevistas de parte de los periódicos manejados por el Caballazo. Al Escribidor se le agrió el desayuno ante tal impacto periodístico: ahora aparecía él como la persona renuente a enfrentar, a polemizar con el tartamudeante japonesito de los Barrios Altos, chiquillo de escuela fiscal de mandil blanco y jovenzuelo de uniforme caqui en colegio nacional. A ver, carajo, que me despidan a todos esos gaznápiros de mi equipo de prensa y a los fifir ichis de Penetración Observacional, ordenó al Flaco Barchea, quien agachándose hasta d onde su cuello de jirafa le permitía, dijo un fingido sí patrón, dándoselas de chistoso, pero el rápido pararse de la mesa del desayuno del Escribidor le evidenci o que en ese momento él sólo era un perro leon ciopradino para el chivo corneador en que se había convertido el novelista dadas las circunstancias.

V

Puta madre, al muy bestia no le había bastado derretir a los heladeros, a hora había liquidado nueve estudiantes y un profesor de La Cantuta, la consid erada como universidad de los terrucos, donde él, como Presidente de la República, entrara gallardamente a pesar de recibir tomatazos, huevos podridos y escupitajos a su ingreso, pero al fin y al cabo logró dejar allí a los soldados, como lo hizo en San Marcos, la más antigua universidad de América, y en la Universidad de Ingeniería, los tres principales centros superiores. Lo peor que los habían matado como a perros, Charli, en un pampón de La Mol ina, el barrio de los ricos, todavía, el cojudazo, dejándolos enterrados allí sin el menor cuidado. Y como se an daba peleando con medio mundo, alguien de su infalible Servicio de Inteligencia lo había traicionado y llevado el soplo a los periodistas. Pero mejor ni decírselo, Charli, porque ahí sí que desataría una cacería entre su propia gente y todo Lima se llenaría de fosas comunes. Esto ya estaba peor que Ayacucho. Por fav or, Charli, hagamos lo de siempre, prepáranos un v iaje urgente, que el gordo De Loto nos haga un discurso contundente para llevar a la reunión de las Naciones Unidas, ese tonto que creía que el Perú podría aguantar un tribunal constitucional, participación y plebiscitos, además de Defensoría del Pueblo y esas pendejadas para alcanzar los cambios propuestos por l os milicos que se las conocían toditas. ¿Acaso ellos no estuvier on viajando por todo el Perú profundo para combatir el terrorismo subversivo? Su plan era magnífico, pero el doctor asesor salía con cada barrabasada que lo mejor era quitarse. De Nueva York nos pasamos a San José de Costa Rica y de ahí nos mandamos por Europa y Asia a desmentir las patrañas de la prensa ultra. Que el Do ctor vea cómo comprarse a esos plumíferos, o si no que compre los mismos medios. Total, por la plata baila el mono, sobre todo aquí en el corrupto Perú, se había dado cuenta hace rato el Chino.

Charli, siempre atinado, inteligentísimo, se lo llevó hasta la cocina de Palacio, se colocó el mandilito y empezó a preparar un cebiche japonés, un sachimi, y le sirvió unas copas de sake llamando a M iko y a Kiko, directores de la agencia noticiosa y del diario oficial para que lo ayudaran a sobrellevar la situación. Ellos también irían a Nueva York en esta oportunidad, no estaba para soportar solo los lloriqueos del Ingeniero. En la ciudad de los rascacielos lo pondría en manos de su hija Kei, había que mandar el email ya, y se iría a vergelear con sus dos compinches, quienes a su vez lo ayudarían a corregir y a preparar discursos para ese huevón que nunca aprendería a hablar, así se quedara toda la vida gobernando el país. Qué mierda, con tal de seguir gozando de la buena comid a, del buen trago, de las mujeres y del poder, que era tan rico hacerlo, lo demás no importaba. Fuera de ayudar a sus amigos escritores con algún favorcillo de vez en cuando. Hagamos de tripas corazón, comentó en un aparte a sus amigotes, mientras se pegaban un jalón de la más pura blanca traída por Kiko, como siempre.

VI

¿Se han dado cuenta cómo ha cambiado la manera de andar mi papá?, preguntó Ken ese día a la hora de almuerzo. Kei rió de buena gana, pero si parece un gorila, acotó. A la Ingeniera se le empezó a cerrar el o jo izquierdo y puso punto final al tema sentenciando: ya deben irse acostumbra ndo a muchas cosas nuevas, mas nunca olviden que su padre va a ser nada menos q ue el Presidente de la República, y por mucho tiempo, como asegura ese general Renato Hermozo, quien parece dispuesto a ayudarlo en todo gracias al doctor Montenegro, aunque ese personaje sí que nunca terminará de gustarme. Los tres muchachos hicieron un mohín de burla disimulado, pero la madre les advirtió, ríanse no más, ya verán todo lo bueno que les espera cuando su padre entre a Palacio de Gobierno. Lo que es a mí me mandará a los yunaites a estudiar, por lo menos, porque la hija de un presidente no va a estar yendo a la universidad nacional con los zambos y cholos y menos a las universidades limeñas de blanquitos, donde a los de ojos jalados como nosotros se les trata como a ciudadanos de segunda clase. Ay, hijita, recordó la madre, tu padre y esta dama estudiaron en universidades de cholos y así hemos podido criarlos como los hemos criado. Y ahora a callar y a comer, se está haciendo demasiado tarde; basta de tanto raje del pobre viejo que estará sudando la gota gorda con ese chaleco que le obligan a usar los militares, por eso de los atentados de los terrucos. Ay, ni que fuera tan importante ma, se burló Ken y bajó de inmediato la cabeza cuando vio achicarse ese indomable ojo izquierdo materno. Entonces ella les dio la mala nueva de que deberían ir acostumbrándose a verla menos por es tos días, pues debería acompañar al Ingeniero en su campaña, gracias a los consejos del Doc, como empezaría a llamarlo desde ese momento, remachando a cada rato sobre aquello de que n o le gustaba nada ese personaje, que no sabía por qué le tincaba e ra más malo que el mismísimo Lucifer. Ma, si es simpatiquísimo, y sabe de todo, además, dentro de su sequedad es tan ocurrente a veces, lo defendió Kei. El Demonio es así hija, te coquetea, y peor si este diablo es arequipeño, tan hipócritas como son esas gentes, discutió prejuiciosa la madre. Ken recordó los re galos que les traía cada vez que venía a la casa y de cómo y a su papá no tenía que hacer el ridículo paseándose en un viejo tractor por las calles, sino que ahora le había conseguido plata de los empresarios colombianos para contar con un avión alquil ado y cómo los soldaditos le armaban los estrados, los tabladillos para cada lugar donde llegaba y le llevaban montones de gente en camiones, no como an tes que debía llamar al pueblo de esquina en esquina. El Escribidor ya no lo trata como a cualquiera desde que el gordo De Loto le hacía los esquemas de sus discursos y Charli los volteaba para que parecieran nacer de la boca de papá, quien siempre fue tan lerdo para hablar en público, eso sí es la purita verdad, ma.

El timbre de la puerta de casa retumbó, eran los abuelos que venían por los chicos para llevárselos a su casa, donde pasarían est as vacaciones para no quedarse solos. Los muchachos pitearon, pero la madre se puso fuerte y cada uno de ellos tuvo que ir a liar sus bártulos para irse con los viejos inmigrantes japoneses, tan chapados a la antigua, tan rígidos, tan trabajadores, tan anacrónicos. Pero por suerte ya sin la autoridad de antes, pues los mimos de la nieter ía solían convencerlos de lo que antes hubiera parecido inadmisible.

VII

Le tocó al fin entrevistarse con los militares, aquellos tipos de anteo jos oscuros y cabezas semipeladas que lo observaban desde una terraza del Círculo Militar el día de la conferencia de prensa convocada por el Doc tras bambalinas. Él que odiaba cuando esco lar el curso de premilitar porque los muchachos asociaban su porte con los de los japoneses de las películas de guerra tan en boga por aquellos días. Inclusive, pidió licencia, se acordaba, como presidente de la Asamblea Nacional de Rectores en momentos de enfrentamiento con los militares por su incursión inconsulta en algunos campus universitarios, soplándoles la pluma a sus colegas de La Cantuta, San Marco s e Ingeniería. Ensayó una caminada acorde para no ser considerado un mequetrefe, po rque él no era uno de esos nipones dados al ejercicio físico, salv o un poco de calistenia. Y más le agradaba la pasividad de la pesca solit aria que estar dando de patadas y manotazos al aire, así como jamás había siquiera usado sus puños en una pelea callejera de muchachos, pero eso sí, cómo se reían sus hermanos y s us padres cuando se le daba por el histrionismo.

Puso la mirada al frente, la cabeza y los hombros levantados y el pecho saliente, acordándose más del personaje interpretado por un famoso actor inglés –David Niven-- en El puente sobre el río Kwai, representando a un oficial británico prisionero de los japoneses --y esto si que le causó hilaridad, y aplicó una sonrisa a lo Humprey Bogart, de refilón--. Con paso seguro, aunque temblando por dentro, enfiló hacia donde se encontraban los gorilas, acompañado por ese andar cansino del Doc , a quien nadie creería egresado de un instituto militar y menos con un fusil sobre el hombro.

VIII

El general de división EP Renato Hermozo pasó a ocupar la Presiden cia del Comando Conjunto de la Fuerza Armada apenas el Ingeniero cumplió algo más de seis meses en la Presidencia de la República. Él había si do uno de los militarotes que se desternillaban de ris a el día en que el ingeniero niséi ing resara al Círculo caminando como todo un tontonete, recordaba sus clases de premilitar dictadas en el colegio siendo aún alférez, y hasta le parecía haber tenido como alumno a ese ponja, aunque para él todos los nipones fueran igualititos.

No obstante, cuando le pareció que el Ingeniero era un hombrecito ambicioso y manejable, ha sta le cayó simpático, porque además era obediente como un ordenanza: se equivocó, lo menospreció en extremo. Quien si le sabía a purgante era el tal Monterroso, el Doctito, porque era de su misma estirpe y lo sabía capaz de cualq uier cosa. No obstante, hombre imprescindible para sus planes que lo llevaron a permanecer siete largos años en el cargo que institucionalmente de año en año, de manera religiosa, los buenos militares dejaban para que lo reemplazara uno de otra arma, y así se iban alternando s in problemas; jamás un retirado podía ocupar el cargo, pero después del tancazo del año 92 to do podía pasar.

Con pinta má s de un epicúreo burgués que de un hombre de armas, Renato era un tipo regordete, ventrudo, de continuo eructar y rápido de cuescos. Su pin ta engañaba al más pintado, pues no siendo de maneras duras sino más bien suaves y persuasivas, todos lo sabían capaz de cometer la peor de las satrapías. Apenas empezó a compartir el poder, se percató que la parte sucia, esa de mandar matar terrucos, simpatizantes y hasta sospechosos de simpatizar con los insurgentes sin que le temblara el pulso, debería endilgársela al Doc. Total, tratándose de un hombre afecto a pactar hasta con el mismo Di ablo, como lo había demostrado trayendo la plata de narcotraficantes colombianos para convertirlos en sus aliados en la campaña presidenc ial del Ingeniero, prometiéndoles regalías que estaba cumpliendo al pie de la letra. Y usándolos para que armasen a los guerrilleros con tal de poder manejar un presupuesto holgado diz que para la compra de armas, que mejor hubieran adquirido arcabuces y catapultas par a lo que compraron a precio de ganga, por supuesto que con las facturas más infladas que vientre con trillizos. Y esa ideaza de contar con partidas secretas dentro del presupuesto para hacer trabajos de inteligencia, y que les permitiera forrarse más de lo jamás imaginado. El Doc era una mierda, pero una mier da eficiente, pensaba el general Hermozo. Además, como bien creían los supersticiosos, al que pisa caca le viene plata. Todo esto recordaba Renato desde la prisión de San Jorge, adonde fue a parar junto con muchos de los comandantes generales de las diversas armas q ue lo respaldaran en su aventura bodaberrista –mismo Uruguay después de la subversión de los tupamaros con Zéndic-- con el Ingeniero. Ya setentón practicaba su rutina diaria de ejercicios físicos, porque uno no sabía en qué momento se le podía presentar la Virgencita y salir de la prisión para disfrutar alguito de los cientos de millones de dólares guardados en el extranjero sin siquiera haber podido pasar un tiempecito en la vieja Eu ropa, sobre todo en Italia, cuna de sus antepasados, específicamente en la Sicilia de la que tanto le hablara su abuelo. Agarra la soga y da sus últimos saltitos en puntas de pies antes de meterse un duchazo de agua bien fría, para calmar los muñecos de la angustia que le corroe el cuerpo cuando se da cuenta que no sólo fue traicionado por el Doc sacándolo del medio para deshacer el trío y sólo quedar juntos ese par de sátrapas. Porque ahí sí, consideraba, había sido todo un coju dazo, dejarse sacar así por así,  sin siquiera chistar, traicionado por los compañeros de promoción del Doc, muchos de ellos gener alotes contaminados por la podredumbre que él había ayudado a crear en el país. ¡Si hasta la guerra con los monos la perdimos!, recordaba, con esos helicópteros rusos de la época de Somoza en Nicaragua, por más que les hubieran dibujado aterradoras fauces en su fuselaje delantero, o los Camberra británicos comprados en los años 50 por el general Odría. ¡No faltaba más!

IX

Alguito querrá usted, Doctor. No por gusto ha pu esto usted sus manos al fuego por mí, y hasta me ha conseguido la guita de esos amigos de Colombia para llegar a donde llegaremos: de repente encabezar el gabinete ministerial, a lo mejor el Min isterio de Defensa o el del Interior. O alguna embajadita, no estaría mal la de París o la de Washington, o bien irse a Roma para estar cerquita al Papa, porque siempre debemos estar bien c on Dios y con el Diablo, como usted mismo pregona.

Pero por más que perorara el Ingeniero, el Doctor no se animaba a soltar prenda, hasta que Charli, ahí presente, le explicó al electo Presidente que el doctor Montenegro tenía un plan preparado en el Centro de Altos Estudios Militares y que él había sugerido y se lo iba a explicar. El Doc dijo que a él lo neces itaban como a ese viejo noticiario cinematográfico: él debería ser los ojos y oídos del régimen, pero bajo la sombra, casi d esde el anonimato. Una asesoría en el Servicio de Inteligencia Nacional e ra lo mejor, desde allí controlaría todo y a todos, nada se le escaparía. Estaban las cámaras secretas, los micrófonos camuflados, las trampas para comprometer a los colaboradores. El periodismo enemigo era fácil de ganar, lo decía por experiencia; los col egas de Charli, y que lo perdonara por la sinceridad, andaban siempre atrás de la mermelada, como ese charapa del diario decano que gracias a los favores prestados como jefe de la Página Política tenía una casa que parecía un palacio después de haber nacido con taparrabos en plena selva amazónica. Del Poder Judicial, ni hablar, entre los magistrados la c oima era un lugar común, que hasta la Policía se quedaba chiquita. Y ya es taba planeado por el Doctor, el ambicioso y malformado –en el ínteg ro sentido de la palabra— general Hermozo, daría un golpe de estado antes de salir de la Presidencia del Comando Conjunto y así se eternizarían en el poder por largos 35 años, los mismos que duró el generalísimo Franco en España, y hasta se tenía un nuevo cardenal del Opus Dei, la misma congregación que acompañara al dictador español, para completar el equipo. Y nada de derrotar a la insurgencia, había que provocarla cada día más, hasta convertirla en la más sanguinaria del planeta, para poder de esta manera manejar presupuestos secretos para las Fuerzas Armadas que nosotros nos encargaremos de bien uti lizar. En cuanto a los uniformados, él los conocía a fondo, si no había que acordarse del general Mariano Ignacio Prado que hasta ahor a, desde 1879, no regresaba de comprar las armas en Europa.

Todos rieron de la ocurrencia y se regocijaron por lo redondo del plan, por lo preciso de cada paso a dar. Si así se hubieran tejido las estrategia s de cada guerra en la que anduvo metida la patria, otros hubieran sido los resultados, se atrevió a parangonar el capitán retirado, con falsa cara de nostalgia.

X

Llegaban furtivamente . Cada cinco, cada diez minutos ingresaban por la escalera en semipenumbra a ese departamento ubicado en los altos de la vieja casona desocupada. Venían vestidos de civil, como un paisano cualquiera, e iban mudando sus ropas por un pantalón camuflado, una chompa negra de cuello alto y luego de calza rse los zapatones con punta de acero y encima los borceguíes; al final se calaban el pasamontañas. Pistola automática Broowning de 9 mm. al cinto, subametralladora a la bandolera, dos cananas de cuero colgantes de ambos hombros para caceri nas y una ignorancia supina sobre dónde se iba a realizar el operativo. A ellos lo que les interesaba era el plus que les pagaban por estas acciones y les llegaba el lugar en el cual se desarrollaría la acción. Se pasaban las chatas de pisco mientras se fumaban un pito de pasta bás ica para moderar la adrenalina al ritmo que les convenía, según recomendaba el psiquiatra Luzo, quien siempre se hallaba detrás de ellos para empujarlos ante cualquier debilidad, na da de mariconadas, les decía, aquí donde me ven yo me enfrié un hombre a martillazos, de lo cual nunca me arrepentiré, lo demás es cosa de novelas. Después de él, recién hacían su aparición los oficiales, el mayor Zorrillo y el capitán Coyote, los que colocaban un casete con las voces del Presidente de la República, del Asesor de Inteligencia y del Presidente del Comando Conjunto arengándolos a entrar en combate en defensa de la democracia y del pueblo. Por eso, los nueve suboficiales del Grupo Montaña se sintier on asombrados al entrar a un viejo solar de los Barrios Altos donde atronaba la música chicha y la gente estaba que se rompía bailando mientr as el fuerte olor a grasa de la clásica pollada penetraba por los agujeritos que llegaban a sus narices. Irrumpieron según las últimas instrucciones dadas por los oficiales desde una pizarra moderna iluminada y que se borraba con un botón antes de salir del departamento y abordar es os carros antiguos marca Dodge que usaran los miem bros del Gobierno Militar del general Velasco en la época que estos estab an decididos a efectuar una revolución pacífica. De manera que tomaron sus posiciones de combate, pero se asombraron de que nadie los recibiera siquiera a pedradas. Pero el capitán dio la orden de ataqu e y los muy bestias se fueron con todo y empezaron a disparar a diestra y sinie stra mientras entre el ensordecedor ruido se llegaba a escuchar el ruego de: per o si sumus hiladeros que estamus haciendu una pulladita, nu más. El mayor y el capitán los empujaban más y más, y hasta a las mujeres y niños tuvieron que dispararles sin la menor misericordia. Nadie opuso resistencia, algunos se arrodillaban pidiendo conmiseración, otros trataban de cubrir a mujeres, ancianos y niños, hasta que deja ndo un reguero de muertos y heridos recibieron la orden de retirarse. Sus coraz ones pum-pum tronaban y veían nublado, a ellos se les había preparado para el combate pero esto no era otra cosa que una carnicería en una fiesta pacífica donde ni un cartel vivando a la guerra popular ni nada por el estilo pudier on ver tras esta cruenta, cruel incursión. Lo que sí pudieron observar fue cómo los dos oficiales sembraban volantes al lado de los cadáveres y aún de los pobres heridos casi agonizantes, cuyo texto burdamente redactado trataba de implicarlos en casos de insurgencia. Cómo si alguien fuera a creer que tremendos ter rucos no tenían siquiera un revólver de 22 milímetros.

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